Juan E. Barrera
Si
había algo gratificante, entre muchas otras cosas, en mi infancia, eso eran las
pichangas al caer la tarde, después de la escuela. Como en un ritual mágico uno
a uno de mis amigos peloteros igual que yo, llegaban a mi casa y con las mismas
ganas mías, ¡jugar una pichanga! yo sacaba mi pelota de cascos, la que cada
navidad por años me regaló mi tío Maco y se armaba el partido. Todavía puedo
sentir el aroma de los cascos de cuero nuevos, recién pintados, negro con
blanco, amarillo y café. La pelota nunca duraba hasta la próxima navidad, el
canal que había en nuestra cuadra se llevaba rápidamente los balones y
entonces a la próxima navidad volvía a
recibir una nueva pelota de futbol, así fue por años. No era difícil armar la
pichanga, bastaban unas piedras por cada lado como arco, la calle sin
pavimentar como cancha, la luz del poste eléctrico como iluminarias y la
imaginación febril y delirante de un
puñado de chiquillos para convertir el frontis de mi casa en un verdadero
estadio y cada pichanga en una final mundial. Ninguno tenía zapatillas buenas, de
marca, ni caras, ni tampoco camisetas de los clubes o zapatos de futbol, eso lo
veíamos solamente en las revistas, pero teníamos inocencia y energía, ¡energía
inagotable! Bastaba la misma ropa de vestir y las zapatillas rotas de siempre
para dar rienda suelta al talento futbolístico infantil, talento que solo era
de calle, porque en la cancha del club no se notaba para nada. No había ninguno
malo, todos éramos buenos. Buenos arqueros, buenos delanteros, buenos defensas.
Allí al caer el sol con los árboles como árbitros o guardia líneas impávidos e
insobornables y los gorriones como público que huía tras cada pelotazo, transpirábamos
ganas y fantasía. Éramos grandes deportistas admirados y queridos por todos.
Éramos Cassely, Chúmpitas, Teófilo Cubillos, el pollo Véliz, el chamaco Valdés,
Carlos Reinoso, Elías Figueroa y tantos otros a quienes conocíamos a través de
la poca televisión que veíamos o de las láminas de los álbumes, los “monitos”.
Cada
gol era celebrado a todo pulmón, con los brazos en alto y corriendo frente a un
público enardecido que solo gritaba y saltaba en nuestra imaginación. Todo
valía, de pierna derecha, de pierna izquierda, de cabeza, de taco, desde el
suelo, de palomita,…muchas veces la tierra no dejaba ver la pelota, pero era
solo un detalle la fiesta duraba hasta entrada la noche.
La
pichanga ha continuado, pero ahora en otros escenarios. El juego de la vida nos
ha llevado por caminos diversos. Todavía me veo con algunos de esos talentosos jugadores,
ya son hombres, han formado familia, tienen hijos, tienen recuerdos. Algunos me
saludan, otros hacen el esfuerzo, muchos ya no están. A algunos la vida los ha
lesionado para siempre y ha dejado marcas difíciles de superar. Otros se fueron
del barrio para nunca volver. Los árboles ya no están, el canal ya no está, lo
gorriones que avivaban nuestros partidos han volado lejos a otros cielos, mi
tío Maco ya no está y el niño que fui tampoco está.
La
pichanga que continúa ahora es la pichanga de la vida, donde no todos los
partidos se ganan y donde las preocupaciones son más que hacer un gol y correr
por la calle como un loco, un loco lindo. La pelota de cascos, blanquinegra
tampoco está, se ha ido para no volver más, solo quedan mis recuerdos de la patota
gritando a viva voz ¡gooooooooool!
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