miércoles, 16 de marzo de 2022

Un día en mi vida a mitad de los 90.

 Queridos amigos, quiero empezar la semana compartiendo con ustedes un texto autobiográfico que forma parte de un nuevo libro que escribí y del que ya tengo listo el primer manuscrito. Lo titulé:

                                            Un día en mi vida a mitad de los 90. 

Esa mañana de diciembre la feria libre hervía. Los vendedores armaban sus puestos entre risas, palabrotas, bromas y gritos. Yo avanzaba en medio de la calle tirando de un carretón de madera en el que llevaba mis cosas también para vender, bajo un sol inmisericorde. Ya a las 9 de la mañana mi camisa barata, estampada, estaba mojada y mis pies, producto del sudor, bailaban en mis chalas, ya casi desechas. Con una mano me secaba el sudor de la frente y con la otra continuaba tirando del carretón eludiendo a las personas y otros carros estacionados en la calle. Mientras, mi mente trabajaba a full. Se acercaba navidad y yo no tenía dinero. Mi hijo mayor ya había nacido, era pequeño, había que comprar leche y pañales. La feria me era un lugar extraño, ajeno, pero no tenía elección en ese momento.

Me vi a mi mismo como un miserable, sentí vergüenza, estaba quebrado, solo, olvidado, abandonado. Cuando tenía 8 años comencé a asistir a una iglesia evangélica cerca de mi casa.  Cuando crecí me convertí en pastor de esa organización, pero esta me dejó solo y me abandonó. La maldad de los poderes fácticos que operaban me había marginado, exiliado y obligado a renunciar. La iglesia donde crecí y pensé encontrar consuelo me “vetó”, a pesar que me conocían de niño, y ya no era bien recibido. Ya no había tiempo para tocar el piano o practicar mi inglés, hablar en portugués, usar una corbata bonita o cenar con los amigos, ahora lo urgente era conseguir dinero.

Estaba solo, bañado en sudor, lleno de preguntas sin respuestas luchando para no perder la fe ni la esperanza. El sol brillaba en todo su esplendor, pero yo vivía mi propia noche que parecía eterna. Nunca recibí ayuda de las personas con las que me relacionaba, ni tuve amigos cerca. Solo estaba yo y Dios y este también parecía ausente, lejano, ajeno a mi triste situación.

Esa mañana, al borde de las lágrimas, sentado en el suelo, entre las papas, tomates, poleras y shorts, leyendo La Ilíada, sentí  que Dios me dijo que si los dioses griegos se involucraban en la vida y en la batalla de los hombres e incluso mostraban hasta cierto favoritismo por algunos. ¿Cuánto más no cuidaría él de mí? El mensaje fue claro, tenía que renacer, ponerme de pie, volver a creer, no estaba solo.

No sé bien, como pasó, pero las circunstancias comenzaron a cambiar. A los causantes del daño nunca volví a verlos, ni hubo arrepentimiento de parte de ellos, ni restitución alguna. En el proceso aprendí a  no olvidar ciertas situaciones, a perdonar otras. Aprendí lo nefasto del legalismo, el poder, el abuso emocional y de una religión basada más en tradiciones que en el amor verdadero. Descubrí que los verdaderos amigos son muy pocos, que es mejor abandonar el discurso altilocuente y actuar con humildad. Esa mañana de diciembre volví a nacer.