viernes, 31 de agosto de 2012

El almendro de mi patio


El almendro de mi patio
                                                         Juan E. Barrera
Hubo un tiempo en mi casa de niño en que cada día de primavera nevaba. Nos levantábamos con mi hermana y por las mañanas veíamos el suelo cubierto de copitos pequeños, blancos, o rosáceos, frágiles, breves y aromáticos. Sí aromáticos porque no eran copos de agua nieve si no que eran las flores blancas del almendro de nuestra casa. Era un árbol gigante, inmenso. Mucho más alto que el techo de nuestra casa, aquel techo que para nosotros era un misterio ¿Qué habría allá arriba? Era un árbol enorme, chueco, despeinado por el viento y que extendía sus largos brazos sobre nosotros y nos tocaba y abrazaba y al mismo tiempo se dejaba acariciar y despojar pasivamente por nosotros, que devorábamos ávidamente sus pequeñas crías, nuestras más queridas golosinas. Mudo y tranquilo nos vio nacer y crecer y el tiempo pasó por su cuerpo sin que lo notara o le afectara. A sus pies nos revolcábamos, nos columpiábamos y coleccionábamos sus hojas angostas y alargadas, verdes, cafés o amarillas. Hacíamos marcas en su tronco y él, cosquilloso se reía a carcajadas y dejaba caer sus productos pequeños y deliciosos, los que con una piedra rompíamos y comíamos a destajo o almacenábamos enteros en un tarro de nescafé y contábamos las almendras una y otra vez como un gran tesoro. Muchas veces también se dejó apedrear por nosotros con tal de conseguir sus frutos. Lanzábamos la piedra a lo alto de sus ramas y arrancábamos para que no nos cayera encima y nos alegrábamos si este era un buen tiro. Acto seguido volvíamos y el suelo plagado de pequeñas estrellas verdosas y ovoides alimentaban nuestra codicia y llenaban nuestros tarros.
Mi almendro también nos vio reír y llorar. Enojarnos y desenojarnos, huir y escondernos después de alguna travesura. Estaba en nuestro patio desde antes que naciéramos, él llegó primero que nosotros y permaneció allí por muchos años después que nos marchamos. En las tardes estivales solíamos oírlo dialogar con el ciruelo o con la higuera, sus compañeros y cuando había viento hasta los veíamos acariciarse y retozarse mutuamente a la vista de abejas sedientas y envidiosas de esa amistad y muestras de cariño.
Recuerdo su piel áspera tocando mis piernas de niño desnudas. Piel de color café y arrugada como la de un viejo querido y respetado. Lo miraba con deferencia cada mañana y a su sombra verde y fresca en verano inventé muchas cosas. Sentado en el suelo, sobre restos de su cabello amarillento en otoño, y bajo su atenta mirada salieron de mis manos y de mi alma de niño, un botellófono sacado de una revista de historietas, volantines, baterías musicales conformadas de ollas viejas (y algunas nuevas de mi mamá) autos y camiones de madera, pelotas de cuero pintadas y chorreadas a mano y un sinfín de cosas de niño. Mi almendro se inclinaba y miraba todo aquello sonriendo suavemente y a veces el muy travieso dejaba caer una almendra sobre mi cabeza, para regocijo de ambos.
Pero no solo yo amaba nuestro almendro. Los gorriones y los zorzales lo adoraban. Cada mañana y cada atardecer venían a juntarse con él y la algarabía que se oía indicaba que lo pasaban muy bien, eran pajaritos de todos portes y variados tonos. Los gorriones se cobijaban entre su seno, y él generoso los abrazaba a todos. Incluso algunos pasaban la noche con él y eran estos los que lo saludaban temprano al nacer el día con alguna nueva canción.
Un día de mi niñez, con el aroma de sus copos dulces y tibios entrando en mi nariz, miré hacia arriba y lleno de admiración, vi como se movía de un lado a otro y como sus descomunales brazos levantados al cielo se agitaban al viento. La clara luz del día, el ruido que hacían sus hojas, el olor a tierra y miel y mi curiosidad fueron más que suficientes. No resistí ese espectáculo y sin demorarme ni saber cómo me encaramé en mi almendro. Agarrado a sus ramas y troncos pequeños, poco a poco fui subiendo por lo que en aquel entonces me parecía un largo y principal tronco. Me raspé varias veces los brazos y los codos y una que otra vez, el almendro, jugando conmigo me golpeaba la cara o me pinchaba la espalda o el trasero y se hacía el indiferente. Con un poco de miedo llegué hasta lo más alto que se podía y mi corazón de chiquillo quedó embriagado por el perfume que mi almendro expedía a esa altura. Era un aroma suave y acaramelado, deleitoso, que hasta el día de hoy recuerdo. Desde la rama más alta se veía todo. Se veía el techo de mi casa, el misterio fue develado. Era un techo viejo y parchado, con ladrillos y piedras, con pelotas de plástico desteñidas por el sol y el tiempo. Pero se veían también los techos de las otras casas, ¡qué descubrimiento! Algunos eran tan feos y divertidos como el mío. Otros eran elegantes, lisos, pintados, se veían hermosos, simétricos. La vida se veía diferente desde mi almendro. Veía los vehículos pasar por las calles aledañas, veía a las personas caminando en las veredas, podía ver la copa de otros árboles, agudizaba mi mirada intentando observar lo más lejos posible, pero de lo que nunca me olvidé es del viento. La sensación que este provocaba sobre mi cara, ¡Qué alegría! ¡Qué libertad! me puse a cantar y a gritar de gozo. ¡Mi corazón de niño rebozaba de vida subido en aquel árbol!Desde aquella vez mi almendro pasó a formar parte habitual de mis aventuras de niño. Me subía, de memoria, trepando por su tronco rugoso y tosco y allá arriba, en lo más alto ya no era yo. Algunas veces era un pirata navegando contra el viento y surcando mares desconocidos. Despeinado y muy agarrado a alguna de sus ramas, el palo mayor, para no caer al agua. Yo era también un capitán que avanzaba penosamente sobre las aguas y sacudiendo violentamente sus ramas simulaba las olas que querían hacer naufragar mi embarcación. Cada pájaro que volaba cerca de mi cabeza era una gaviota que me anunciaba que estaba a salvo, que la costa estaba cerca. Otras veces era el conductor de una locomotora que viajaba por el aire y cada sacudida del viento era el tirón de uno de los vagones. Entonces doblando sus ramas avanzaba a toda máquina para llegar a destino, jalando de un cordel imaginario y haciendo sonar la bocina a muy alto volumen, casi hasta quedar afónico. Mi almendro nunca se quejó de eso. Disfrutaba a rabiar con mis locuras sobre sus ramas. Me miraba serenamente y participaba como el mejor de los cómplices.
En mi almendro se me fue la niñez. La vida y sus compromisos me fueron comiendo y me quitó la fantasía. Largas horas de estudio, de fútbol, de amores adolescentes y de preocupaciones me hicieron olvidar por completo a mi almendro, aunque estoy seguro que él nunca se olvidó de mi, y a pesar de mi indiferencia, cada vez que yo visitaba la casa paterna. Él se inclinaba hasta el suelo, viejo y desmembrado como estaba y me saludaba. Si yo hubiera sido un poco más sensible me habría dado cuenta que me quería abrazar, como antes, como cuando yo era un niño y cada día le robaba algo y el disimulaba y hasta se alegraba de que lo hiciera.
Cuarenta años después, mi madre anunció que iba a matar a mi almendro, que había otras prioridades, que este ya estaba añoso y molestaba. Que había que usar el espacio que él ocupaba. Me resistí a tal situación. Lo miraba en silencio pero él no decía nada. Estaba cabizbajo, sin cabello, sin dientes, desgajado y paralítico. Estaba solo, abandonado y resignado. Tenía sus días contados. Una mañana vi llegar a los verdugos, con sierras y hachas. Venían riendo como si nada. El corazón y las lágrimas me saltaron al unísono y no fui capaz de ver la escena y me fui. Ya no volvería a subirme a mi almendro nunca más, ni los gorriones harían nido entre su cabeza, ni sus copos aromáticos sembrarían más el patio. Esa mañana asesinaron a mi viejo almendro. Se quedó inmóvil, no se defendió, como un anciano resignado se entregó. No volví verlo nunca más y ni siquiera quise ver sus restos. Con su muerte algo de mí también murió.