domingo, 30 de noviembre de 2014

Mi perro Ringo

 Mi perro Ringo

Teníamos 7-8 años con mi hermana Isabel cuando al volver de la calle notamos que nos seguía un perro. Tratamos de ahuyentarlo, con un poco de miedo, pero el muy porfiado nos miraba con cara de perro herido y abandonado e insistió en caminar detrás de nosotros. Luego de varios intentos por corretearlo sin éxito, corrimos a contarle a nuestra madre que un perro nos había seguido hasta la casa y que estaba parado afuera, en la puerta de calle, sin ladrar, sin moverse, con la cola entre las piernas, con la cabeza rota y las costillas casi al aire.
Después de mucha insistencia nuestra madre accedió a ver al perro. La escena que vio debió conmoverla o llenarla de risa. El perro era un típico espécimen de raza “quiltro”, feo como él solo, de pelo rubio desteñido, con esas costillas que ya se le salían y apenas sostenido en unas patas flacas, de mirada triste y con una herida en la cabeza, al parecer por un golpe con un palo. El perro o lo que quedaba de él no se movía, ni ladraba, solo estaba allí parado, suplicante, mientras mi madre lo observaba. Mi mente y corazón de niño solo pedía que el perro se quedara. Luego de un largo rato del escrutinio materno, el perro ingresó a nuestra casa, para alegría nuestra. Lo primero que hicimos fue darle comida en un tiesto improvisado, tiesto que devoró una y otra vez sin misericordia perruna. No recuerdo nada más, solo sé que así fue como el Ringo, tampoco sé el origen del nombre, no conocíamos con mi hermana al baterista de los Beatles, pero así lo bautizamos, de ser un perro callejero y desconocido, feo, sucio y flaco pasó a ser el perro de la casa, con todos los derechos y privilegios y pasó a formar parte de la historia de nuestra infancia.
La herida de la cabeza fue sanando rápidamente, con povidona y cariño y de la flacura perruna poco quedó. De ser un perro vago pasó a ser el más querido por mi hermana y yo. Recuerdo que mi madre cada noche le daba comida en la que pasó a llamarse la olla del perro o la olla del Ringo. Con una manguera en verano, con mi hermana lo bañábamos y él muy divertido saltaba tratando de atrapar el agua con el hocico para deleite nuestro, lo despulgábamos, lo abrigábamos, lo abrazábamos y lo besuqueábamos. Él respondía ladrando alegremente y moviendo su horrible cola. Tampoco sé cómo pero apareció una mañana una casita blanca que pasó a ser la casita del Ringo, escrito con pintura blanca y letra manuscrita. Allí dormitaba bajo el sol de la mañana y se refugiaba del frío en el invierno, muchas veces compartimos la casa tirados en el suelo, muertos de la risa y felices.

Pasamos muchas aventuras con el Ringo, no había perro que le ganara en la pelea en el barrio, aunque prestos estábamos mi hermana y yo para defenderlo de cualquier ataque canino. De los buenos recuerdos de mi infancia mi perro, mi primer perro ocupa un lugar especial.