miércoles, 4 de septiembre de 2013

En una calle polvorienta de Capernaum




                                                               Juan E. Barrera
No podía creer lo que sus ojos estaban mirando. La pequeña mujer comenzó a llorar a gritos y a agitar los brazos de arriba abajo sin entender lo que había pasado. Su pañuelo de cabeza, rojo y arrugado estaba por el suelo y no le importaba mostrar su cabello ya cano. Salió corriendo hacia la calle, allí venía él, su hijo con su cama al hombro, ¡corriendo! Y detrás de él sus amigos que lo seguían sin poder darle alcance cayéndose y parándose, llorando locos de alegría y gritando sin parar. ¡fue Jeshua el profeta, fue Jeshua el profeta!
¡Mi hijo, mi niño! ¡mi Jacob! Repetía la mujer una y otra vez y se secaba las lágrimas con las palmas de las manos ya empapadas de lágrimas alegres e infinitas. Todos los vecinos salieron a la calle al oír los gritos y todos se quedaban pasmados con la escena. Algunos lloraban, otros reían, otros alababan a Adonai, levantando los brazos al cielo ¡Adonai nos ha visitado, se ha acordado de nosotros! Nadie quedó indiferente en ese pequeño y sucio puñado de casas. El joven Jacob, hijo único e indefenso de su madre, el paralítico del barrio estaba de pie, en medio de la pequeña calle polvorienta, rodeado de perros que ladraban en círculos y sin parar y él, con los brazos abiertos y elevados al cielo bendecía a Adonai.
Esa mañana de día martes, sus amigos de siempre habían venido temprano a buscarlo. La casa de barro se hacía pequeña para tanta algarabía de los jovenzuelos, sus amigos de infancia, los que siempre estaban con él, los que lo escuchaban, los que le leían, los que lo amaban. Con las sandalias llenas de polvo y sus túnicas totalmente arrugadas y sucias, como de costumbre, lo rodearon y entre todos atolondrándose le contaron de un nuevo profeta que vendría a la ciudad y que hacía milagros, por lo menos así decía la gente, así andaban contando todos. Él, solo movía los ojos en señal de respuesta y su cuerpo permanecía inmóvil. Tía Jael, no se preocupe, nosotros lo llevaremos y lo traeremos. Tengan cuidado con él respondió, ¿No va a pasar nada? Esperamos que algo ocurra dijo uno de los jóvenes de manera misteriosa, pero la señora de edad madura no entendió el comentario y tampoco se atrevió a preguntar. Se inclinó al lecho y besó a su hijo en la mejilla, -cuídate mucho-le dijo-sí mamá –respondió el joven con esa voz que solo los que le conocían de cerca podían entender.
Los vio alejarse de la casa con el bulto al hombro que era su hijo, llenos de risa y bromeando entre ellos.-estos chiquillos-se dijo para sí misma y se tragó una lágrima. El pequeño Jacob el próximo verano cumpliría veinte y un años. Veinte y un años de parálisis y sufrimiento. ¡Su padre ya había partido llorándolo y preocupado por él hasta el final! y ella pensaba que sería de él cuando ella ya no estuviera. Respiró hondo y se acercó al cajón de verduras. Sacó unas papas y con el cuchillo viejo y desgastado comenzó a preparar el almuerzo. Miró a la calle por la ventana pequeña y era un día soleado como muchos en Capernaum en esa época del año.
Ustedes, dijo el hombre de barba negra, de mediana estatura y los miró hacia el techo. Por el forado se veía el sol redondo de Capernaum y unas pequeñas nubes que miraban hacia abajo, como curiosas, lo que ocurría al interior de esa casa. La de la calle corta, la de color azul, la de la gente pobre, llena de polvo. Había transcurrido ya la mañana y el hombre no dejaba de hablar y ellos no se cansaban de escuchar, a pesar que estaban encaramados sobre el techo de la casa con el sol en la espalda.
Ante los insultos, reproches y burla de la gente que se fijó en ellos luego que el hombre de barba les hablara se pusieron muy nerviosos y uno de ellos casi cae del tejado. Habían intentado ser discretos, pero había tanta gente allí esperando desde la mañana que les fue imposible entrar y entonces a uno de ellos se le ocurrió la idea descabellada de subir al techo. Ahora estaban cerca del hombre. Todos los regañaban y les gritaban que bajaran, menos él, -ustedes-dijo otra vez, pero en su voz no había enojo ni recriminación. Cuando repitió la palabra los que estaban escondidos asomaron la cabeza un poco tímidos y avergonzados. Cuando vieron bien a aquel hombre moreno, afirmado con una mano sobre una mesa de madera y toda esa gente alrededor no les había llamado mayormente la atención, no obstante a medida que hablaba sus palabras se volvieron poderosas y quedaron como hipnotizados. Nunca habían visto ni oído a alguien igual. Cuando alzó la mirada y los observó algo pasó en ellos. Su mirada los traspasó, pero no de temor sino de bondad y torpemente se dirigieron a él-t-t-te-nemos aquí a un amigo, Maestro-. El hombre siguió mirándolos -que se asome-les dijo. Se miraron unos a otros nerviosamente-no podemos, Maestro, está postrado- respondieron. El hombre comenzó a mirarlos de manera diferente y sorprendido dijo, -bájenlo-. Los jóvenes atolondradamente comenzaron a moverse sobre el techo para molestia de algunos religiosos que se encontraban al interior de la casa.-bájenlo- volvió a repetir el hombre. Lentamente comenzó a descender una cama amarrada a cuatro cuerdas. Los curiosos al interior de la casa se agolparon para saber que haría el que decían que era profeta. El joven Jacob movía nerviosamente sus ojos, que era lo único que podía mover y no se atrevía a decir nada. Se le veía asustado. Sentía que el corazón le latía más a prisa y miraba a sus amigos hacia arriba quienes estaban muy agitados y prácticamente colgando del techo.
El profeta guardó silencio y toda la casa también calló expectante. Se acercó a la cama puesta en el suelo sin decir nada. Se movía lentamente. Miró al joven y comenzó a llorar. Entonces hizo un gesto inesperado, miró hacia el techo apuntó a los jóvenes y lentamente pronunció las palabras, - por la fe de tus amigos, hijo, tus pecados son perdonados, toma tu cama y ándate.
El joven Jacob sintió una corriente de calor y energía que le recorrió todo el cuerpo, sintió como sus huesos sonaban y se acomodaban en fracción de segundos y al instante se paró solo para arrojarse inmediatamente a los pies de Jeshúa,-te adoro Jeshúa Hijo de Dios, gracias, gracias repetía una y otra vez y lloraba sin parar. Acto seguido tomó su cama y lleno de emoción salió como pudo entre la gente hasta alcanzar la calle y correr hasta su casa y abrazar a su madre. Ese día fue Jacob quien colocó la mesa y lavó los platos de su madre y sus amigos.