Juan E. Barrera
No podía creer lo que sus ojos
estaban mirando. La pequeña mujer comenzó a llorar a gritos y a agitar los
brazos de arriba abajo sin entender lo que había pasado. Su pañuelo de cabeza,
rojo y arrugado estaba por el suelo y no le importaba mostrar su cabello ya
cano. Salió corriendo hacia la calle, allí venía él, su hijo con su cama al
hombro, ¡corriendo! Y detrás de él sus amigos que lo seguían sin poder darle
alcance cayéndose y parándose, llorando locos de alegría y gritando sin parar. ¡fue
Jeshua el profeta, fue Jeshua el profeta!
¡Mi hijo, mi niño! ¡mi Jacob! Repetía
la mujer una y otra vez y se secaba las lágrimas con las palmas de las manos ya
empapadas de lágrimas alegres e infinitas. Todos los vecinos salieron a la
calle al oír los gritos y todos se quedaban pasmados con la escena. Algunos
lloraban, otros reían, otros alababan a Adonai, levantando los brazos al cielo
¡Adonai nos ha visitado, se ha acordado de nosotros! Nadie quedó indiferente en
ese pequeño y sucio puñado de casas. El joven Jacob, hijo único e indefenso de
su madre, el paralítico del barrio estaba de pie, en medio de la pequeña calle
polvorienta, rodeado de perros que ladraban en círculos y sin parar y él, con
los brazos abiertos y elevados al cielo bendecía a Adonai.
Esa mañana de día martes, sus
amigos de siempre habían venido temprano a buscarlo. La casa de barro se hacía
pequeña para tanta algarabía de los jovenzuelos, sus amigos de infancia, los
que siempre estaban con él, los que lo escuchaban, los que le leían, los que lo
amaban. Con las sandalias llenas de polvo y sus túnicas totalmente arrugadas y
sucias, como de costumbre, lo rodearon y entre todos atolondrándose le contaron
de un nuevo profeta que vendría a la ciudad y que hacía milagros, por lo menos
así decía la gente, así andaban contando todos. Él, solo movía los ojos en
señal de respuesta y su cuerpo permanecía inmóvil. Tía Jael, no se preocupe,
nosotros lo llevaremos y lo traeremos. Tengan cuidado con él respondió, ¿No va
a pasar nada? Esperamos que algo ocurra dijo uno de los jóvenes de manera
misteriosa, pero la señora de edad madura no entendió el comentario y tampoco
se atrevió a preguntar. Se inclinó al lecho y besó a su hijo en la mejilla,
-cuídate mucho-le dijo-sí mamá –respondió el joven con esa voz que solo los que
le conocían de cerca podían entender.
Los vio alejarse de la casa con
el bulto al hombro que era su hijo, llenos de risa y bromeando entre ellos.-estos
chiquillos-se dijo para sí misma y se tragó una lágrima. El pequeño Jacob el
próximo verano cumpliría veinte y un años. Veinte y un años de parálisis y
sufrimiento. ¡Su padre ya había partido llorándolo y preocupado por él hasta el
final! y ella pensaba que sería de él cuando ella ya no estuviera. Respiró
hondo y se acercó al cajón de verduras. Sacó unas papas y con el cuchillo viejo
y desgastado comenzó a preparar el almuerzo. Miró a la calle por la ventana
pequeña y era un día soleado como muchos en Capernaum en esa época del año.
Ustedes, dijo el hombre de barba negra,
de mediana estatura y los miró hacia el techo. Por el forado se veía el sol
redondo de Capernaum y unas pequeñas nubes que miraban hacia abajo, como
curiosas, lo que ocurría al interior de esa casa. La de la calle corta, la de
color azul, la de la gente pobre, llena de polvo. Había transcurrido ya la
mañana y el hombre no dejaba de hablar y ellos no se cansaban de escuchar, a
pesar que estaban encaramados sobre el techo de la casa con el sol en la
espalda.
Ante los insultos, reproches y
burla de la gente que se fijó en ellos luego que el hombre de barba les hablara
se pusieron muy nerviosos y uno de ellos casi cae del tejado. Habían intentado ser
discretos, pero había tanta gente allí esperando desde la mañana que les fue
imposible entrar y entonces a uno de ellos se le ocurrió la idea descabellada de
subir al techo. Ahora estaban cerca del hombre. Todos los regañaban y les
gritaban que bajaran, menos él, -ustedes-dijo otra vez, pero en su voz no había
enojo ni recriminación. Cuando repitió la palabra los que estaban escondidos
asomaron la cabeza un poco tímidos y avergonzados. Cuando vieron bien a aquel
hombre moreno, afirmado con una mano sobre una mesa de madera y toda esa gente
alrededor no les había llamado mayormente la atención, no obstante a medida que
hablaba sus palabras se volvieron poderosas y quedaron como hipnotizados. Nunca
habían visto ni oído a alguien igual. Cuando alzó la mirada y los observó algo
pasó en ellos. Su mirada los traspasó, pero no de temor sino de bondad y
torpemente se dirigieron a él-t-t-te-nemos aquí a un amigo, Maestro-. El hombre
siguió mirándolos -que se asome-les dijo. Se miraron unos a otros
nerviosamente-no podemos, Maestro, está postrado- respondieron. El hombre
comenzó a mirarlos de manera diferente y sorprendido dijo, -bájenlo-. Los
jóvenes atolondradamente comenzaron a moverse sobre el techo para molestia de
algunos religiosos que se encontraban al interior de la casa.-bájenlo- volvió a
repetir el hombre. Lentamente comenzó a descender una cama amarrada a cuatro
cuerdas. Los curiosos al interior de la casa se agolparon para saber que haría
el que decían que era profeta. El joven Jacob movía nerviosamente sus ojos, que
era lo único que podía mover y no se atrevía a decir nada. Se le veía asustado.
Sentía que el corazón le latía más a prisa y miraba a sus amigos hacia arriba
quienes estaban muy agitados y prácticamente colgando del techo.
El profeta guardó silencio y toda
la casa también calló expectante. Se acercó a la cama puesta en el suelo sin
decir nada. Se movía lentamente. Miró al joven y comenzó a llorar. Entonces
hizo un gesto inesperado, miró hacia el techo apuntó a los jóvenes y lentamente
pronunció las palabras, - por la fe de tus amigos, hijo, tus pecados son
perdonados, toma tu cama y ándate.
El joven Jacob sintió una
corriente de calor y energía que le recorrió todo el cuerpo, sintió como sus
huesos sonaban y se acomodaban en fracción de segundos y al instante se paró
solo para arrojarse inmediatamente a los pies de Jeshúa,-te adoro Jeshúa Hijo
de Dios, gracias, gracias repetía una y otra vez y lloraba sin parar. Acto
seguido tomó su cama y lleno de emoción salió como pudo entre la gente hasta
alcanzar la calle y correr hasta su casa y abrazar a su madre. Ese día fue
Jacob quien colocó la mesa y lavó los platos de su madre y sus amigos.
la fe es el chips de Dios,ella contiene el poder de transformacion de nuestras vidas,lo sabemos, en lo practico como la desarrollamos,que debemos hacer,conocer,practicar o estudiar,para llegar ha tener este extraordinario conocimiento,el relato lo muestra como algo muy facil de hacer,aparte de cargar con su amigo para llevrle hasta aquel lugar con alguna dificultad para que JESUS hiciere el milagro,!porque esto no sucede hoy!.!porque el mandato de JESUS que les da a sus apostoles de hacer los milagros sanacion echar fuera demonios perdonar pecados en su nombre, ellos fueron llamados para realizar estos milagros y de ahi nadien mas,que hay de las generaciones postreras(nosotros).
ResponderEliminarEstimado amigo o amiga, el texto escrito era para disfrutar de manera literaria de un relato hermoso del Nuevo Testamento, los aspectos doctrinales tienen un espacio distinto
Eliminarun abrazo