Cuando muere el sol
El sol exhala sus últimos
suspiros sobre el poniente cielo de Santiago y con su muerte aparece lo que no se
habla a la luz, lo inconfesable, lo que se oculta, lo incómodo, lo inolvidable, las endechas, los velados lamentos y las historias cubiertas, bajo aún tibios techos cubiertos con piedras y ladrillos. Bajo tejas coloniales
o sofisticados tejados tecnológicos. Lo exterior, la oscuridad, las sombras
solo disimula y disfraza lo que adentro de las casas ocurre. Muere el sol y con sus últimas gotas de agonía, pequeñas
luciérnagas comienzan a aparecer diseminadas por el antiguo valle. Candelas que pierden su color en la oscuridad y que solo brillan intentando defenderse
de la sombra santiaguina que todo lo cubre y que todo lo esconde. Árboles
fantasmales, siluetas furtivas, sirenas agudas, moribundas y terribles que ululan a lo lejos. Perros inimaginables que ladran, amantes furiosos e inconfesos, monstruos nocturnos que todo lo devoran y el silencio
que lentamente desciende sobre algunos sectores de la ciudad y exacerba la algarabía en otros. Vagalumes
blancas, amarillas, celestes, anaranjadas, fijas, pestañeantes, potentes,
débiles, misteriosas, alegres, pobres, ricas. Luciérnagas con vientres repletos
de humanos que ellas dan a luz cada vez que el sol muere, embarazadas de ritos,
diálogos, dolores, risas, susurros, carencias, lujos, historias…
Casitas felices donde un hombre y una mujer llenos de pasión, agitados y desnudos, sin pudor hacen el amor entre
risas y placer una y otra vez. En otra, un padre y una madre lloran los últimos
minutos de su hijo en esta tierra, él toma la mano de ambos e intenta sonreír en una noche negra como sus almas, noche que
quisieran no terminara jamás, porque al nacer el sol otra vez, el hijo ya no
estará más con ellos y a cambio tendrán el vacío y el inalcanzable olvido.
Bajo otro techo la mujer abandonada
y golpeada, humillada y escarnecida por alguien que juró ser su amor toda la
vida, tendida sobre el suelo helado y chorreado de rojo solo llora y son esas lágrimas
y un pequeño y triste perro café echado a su lado que gime y lame sus manos melancólicamente, la única
compañía en esa larga noche, bajo esas estrellas indiferentes y burlonas que
insisten en alumbrar como si nada pasara.
En la otra casa, es el joven,
esperanza de la familia, el que entre lágrimas repite una y otra vez los
algoritmos y las ecuaciones. Arruga papeles, escucha la radio, hojea libros de
números y anatomía. Mañana puede cambiar su vida, y la de su familia y no está
seguro de poder hacerlo y se restriega los ojos, y se toma un café, y repite
otra vez en voz alta, y repite y repite…
Otra luciérnaga da a luz una
mujer y su marido nervioso. Ella siente dolores, él se levanta de la cama,
corre hacia el auto. La toma como puede, coge el bolso que está ya preparado.
Hace una oración, le acaricia el abultado vientre, ahora sí que es verdad mi
amor. La sube al auto, enciende la radio, corre veloz hacia el hospital, las
estrellas alumbran indiferentes, no sonríen. El sol ha expirado hace horas.
En esta luciérnaga, no hay nadie,
está todo oscuro, todo es silencio. Vamos, entremos, la casa está vacía. No son
más de 15 minutos para llenar los bolsos. No ha quedado nada de valor. Se ríen
nerviosos. Salen al jardín, nadie observa, es de noche. Abren el automóvil,
cargan su mercancía. Ha sido una noche tranquila, respiran hondo y se van del
lugar a toda prisa. Las estrellas continúan brillando, en silencio e impávidas.
Ha muerto el sol en el valle. Una
muerte rápida, fugaz, de no más de unas horas. Resucitará pronto y sus rayos
desarmarán las historias, por unas horas, por un día y luego…el sol morirá otra
vez…
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