miércoles, 20 de enero de 2021

19 de enero 12 años después


Hoy es 19 de enero, es una mañana tranquila, con un poco de viento que mueve las ramas de la acacia del vecino, lo observo desde la ventana. Qué distinta fue esa terrible mañana de 19 de enero del 2009 cuando partiste, Joaquín. Lo recuerdo y se me pone un dolor en el estómago, los ojos se me humedecen y e me acelera el corazón. ¿Quién hubiera pensado que esa soleada mañana te irías para siempre cambiando el destino de nuestra familia también para siempre?

Dije que no hablaría más de ti públicamente, salvo para las dos fechas importantes y hoy es una de ellas y lo hago con pena todavía, con esfuerzo, sudando tristeza. Para las personas 12 años es mucho tiempo, para mí no lo es. El olvido no tiene tiempo, no borra nada. Tu recuerdo sigue muy vivo entre nosotros, te nombramos siempre, te evocamos siempre. Éramos cuatro, hoy solo somos tres.

Yo personalmente he tenido que aprender a vivir sin ti, y el aprendizaje ha sido duro: amar en la ausencia, recordar sin sufrir (tanto), esperar sin desmayar. Comparto con otros lo aprendido y el camino se hace un poco menos difícil. He aprendido a vivir con tu ausencia, mi corazón se ha tenido que acomodar a tu falta, cojear también es caminar y yo camino. La vida ha continuado y en estos años ha traído cosas buenas y no muy buenas, pero nada se compara al hecho que tú no estés. Hoy tendrías 21 años y no me resisto a la pregunta ¿Cómo serías? Y te imagino y te veo y te siento y te lloro. Me gustaría tanto verte, aunque fuera solo unos segundos, ¡eso me llenaría de alegría! Escucharte y que me contaras esas historias que me hacían reír, pero son solo fantasías, todavía no es tiempo de vernos.

Estos 12 años sin ti son difíciles de explicar. Han sido años rápidos y lentos a la vez. Llenos de nostalgia y esperanza, de presente y pasado, de presente y futuro. Tienes un nuevo primo, se llama León y se parece a ti, está aprendiendo a hablar. Nos visita y llena la casa de juguetes y de risas y me recuerda a ti, me recuerda a ti.

lunes, 18 de enero de 2021

Ya no escucho el tren

 

¡Y

a no escucho el tren! Qué triste fue tener que reconocerlo, pero era verdad, y no era que el tren no pasara; aún hacía su recorrido, quizás con menos frecuencia, pero aún pasaba. Es el tren que va de Santiago al sur y que yo escuchaba cada noche desde mi casa; no es que yo viviera cerca de la línea del tren, sino que el silencio de la noche llevaba su ruido hasta la Gran Avenida, en La Cisterna, donde vivía con mis padres, mi hermana y mi abuela. Era una casa de madera, pero acogedora, de un color verde ya desteñido por el tiempo, con un gran patio donde había una higuera, un ciruelo, un níspero y un almendro que eran el alma de las aventuras para mi hermana y para mí.  La escuela quedaba a escasos tres minutos de la casa. La calle era de tierra, y pasaba un canal ¡el único canal en medio de un barrio residencial! ¡Cuántas pelotas de fútbol nuevas se llevó ese torrente maloliente y café! Las pichangas en verano eran incesantes, igual que el ruido de los aviones de la fuerza aérea que circundaban mi cabeza de niño travieso, con zumbidos suaves y luces de colores. De la cancha pasé muchas veces, para sufrimiento de mi mamá, directo a la cama, ¡previo paso por el refrigerador! Al caer la noche las cosas cambiaban: leía revistas que mi papá me regalaba y luego de soñar despierto caminando por Patolandia o volando con Super Tribi, apagaba la luz y oraba, hablaba con Dios, le daba gracias por mi papá, mi mamá, mi abuela, y mi hermana. A veces incluía a mi perro Ringo, un perro rubio que recogimos de la calle con la cabeza rota y medio muerto de hambre. Se quedó con nosotros muchos años, hasta que lo enterramos, con mucha pena, en el jardín de la casa. Luego cerraba los ojos y justo antes de dormir escuchaba el tren. No me dormía hasta escuchar su ruido metálico, pesado, lejano. Agudizaba el oído hasta que el ruido se perdía. Imaginaba la locomotora de aspecto feroz, monstruoso, tirando de unos carros negros con mucha carga o con vagones con luz encendida y gente diciendo chao por la ventanilla. Así fue por años, no sé cuántos, después de orar escuchaba el tren y luego me dormía. Una noche me acosté y para mi tristeza, no escuché el tren. Es más, ni siquiera recordé el tren. Era la misma casa, el mismo techo, la misma luna y las mismas estrellas que iluminaban mi cara de niño travieso, pero algunas cosas habían cambiado. Ya no era mi cama de colcha amarilla, ni debajo de ella estaba mi pelota de fútbol. Tampoco estaba mi abuela; ya había partido con el Maestro. Tampoco estaba mi hermana ni sus muñecas; ahora era mamá de verdad. Tampoco estaba el Ringo, sólo unas pocas flores en el jardín recordaban sus ladridos y el lugar donde lo enterramos. Yo tampoco era el mismo. Tenía veinte años más y regresaba al hogar paterno con algunas heridas a cuestas, enojado con Dios y su obra. Estaba cansado, solo y desilusionado, abatido, abandonado por Dios, los hermanos, mis amigos. Esa noche volví a mi casa, a mi patio, con la higuera, el ciruelo y mi almendro, pero ya no era lo mismo. Esa noche no oré, ni escuché el tren. Es muy probable que este continuó pasando cada noche durante esos veinte años, pero yo no estaba para escucharlo, y esa noche tampoco tenía oídos para escuchar al tren de mi infancia ni oídos para Dios, solo escuchaba mis propios lamentos, mis quejas y mis lágrimas, lágrimas de joven solitario y pastor abatido. Una noche, sin embargo, después de muchas noches de silencio y soledad ocurrió un milagro: Mi esposa se había dormido recién a mi lado y mi hijo dormía feliz en su cuna a un costado. Yo también tenía sueño, pero cerré los ojos y agradecí a Dios por ellos, por ser su hijo, por el trabajo, por su amor y su mano siempre presente en mi vida ¡y entonces ocurrió! Antes de dormir, ¡escuché el tren a lo lejos! Su ruido poderoso me recordó tantas cosas, venía tocando la bocina, poderoso, metálico, ¡como antes! Esa noche también lloré en silencio pero de alegría.