miércoles, 24 de julio de 2013

El viejo en la mecedora

El viejo en la mecedora

El viejo se balancea lenta y sosegadamente sobre su silla mecedora. Es una silla antigua, barnizada de color caoba y cruje suavemente con el vaivén del cuerpo. El viejo está cubierto con una frazada gruesa, tejida, de color blanco oscuro que le cubre hasta los hombros y escucha unos antiguos himnos evangélicos en el equipo de música, “Jesús es mi rey soberano”. Bajo la frazada lleva un chaleco sin mangas. Una camisa y una corbata que hacen juego con el tono del tejido. Conserva su dentadura perfecta. Tiene el cabello blanco y liso y se peina hacia un costado. Sus ojos son negros y sus cejas están levemente arqueadas. Tiene los ojos fatigados y puede leerse abandono en ellos. Mira un retrato de mujer colgado en la pared frente a él-buenas noches mi amor-dice y se acomoda sin quitar sus ojos de él.
Afuera hace frío y llueve sobre la ciudad. Esa noche las estrellas no brillan y el aguacero ahoga el ruido del tráfico. La lluvia cae inclemente sobre la calle y de cuando en cuando el foco de algún automóvil permite ver el rebote furioso de las gotas sobre el pavimento. Es una noche oscura y helada.
En la casa no hay nadie más. Allí no vive nadie más. La sala está iluminada tenuemente con la luz de una lámpara. Es una casa demasiado grande para él y está llena de libros, de fotos, de objetos, de música, de aromas y recuerdos.
En su seno tiene un álbum fotográfico con un paisaje en la portada. Está intacto. Pasa su mano derecha sobre la portada mientras con la otra lo afirma. Tiene sus manos bien cuidadas, las uñas pulcramente cortadas. Suspira profundamente y sus movimientos son lentos y su mirada perdida. Pestañea muy lentamente y le cuesta volver a abrir sus ojos ya cansados.
Afuera la lluvia continúa cayendo profusamente y la temperatura desciende congelando el aire y los pocos árboles que todavía mantienen sus hojas. Es una calle larga con árboles a cada costado que se dejan aplastar por la lluvia, serenos y resignados. La casa es de color rojo con un gran jardín. El agua cae por las paredes de la casa y el viento azota las plantas y árboles que riegan el piso con sus hojas amarillentas. No hay flores, solo agua.

Hace tanto tiempo ya que todos se han marchado. Abre una de las páginas del álbum y en ella se puede ver una fotografía ya gastada por los años, de una mujer joven, de pelo corto, de tez blanca y de ojos achinados que sonríen. De hermosos dientes y que lo mira de frente, le sonríe a él. Se siente apenado y su semblante es taciturno. Hecha la cabeza hacia atrás y mueve el cuello de lado a lado, lentamente. Vuelve a enderezarse y comienza a acariciar la fotografía. Pasa sus dedos lenta y suavemente acariciando el rostro. Siente que el pecho se le agita y que el corazón le late más a prisa. No resiste la tentación y pausadamente mete los dedos por debajo de la delgada película que protege la fotografía. Está pegada por los años y tiene miedo de romperla. La saca con cuidado y aún así la parte levemente en un costado. Se acomoda los anteojos y no puede retener las lágrimas que ya mojan los cristales y le impiden ver más de cerca la imagen. Seca los lentes como puede, con los dedos, sin sacárselos. Ya no se preocupa más de las lágrimas y deja que estas corran libres por sus mejillas bajando hasta el cuello de su camisa. Sus gafas quedan manchadas con sus lágrimas, pero puede ver la foto. Ladea el cuello de un lado a otro mientras la observa y la acaricia. Comienza a respirar agitadamente y siente que le falta el aire, pero sigue observando la fotografía. En el equipo de música siguen sonando los himnos, pero él ya no escucha. Afuera el aguacero se torna más feroz que nunca y un perro ladra solitario en medio de la noche. De manera inesperada la luna aparece sólo unos segundos y alumbra a un ruiseñor mojado, que canta y apenas se deja oír entre el ruido que hace la lluvia en el único árbol que queda en el jardín .La mano le tiembla y siente un dolor agudo en el pecho. No se resiste, no lucha. No siente temor alguno. Se curva hacia adelante por la intensidad del pinchazo y con esfuerzo logra enderezarse. Respira profundamente y descansa unos segundos. Luego levanta uno de sus brazos agitadamente y acerca la fotografía a sus labios viejos, secos y temblorosos. Vuelve a sentir el mismo dolor agudo en el pecho -La hora por fin ha llegado, mi amor- murmura apenas. Luego inclina la cabeza levemente a un costado y cierra los ojos.