sábado, 26 de enero de 2013

D-2. 232-2. 4 años

D-2. 232-2. 4 años
                                                                     
 Juan E. Barrera  
Hoy se cumplieron cuatro años de tu partida y del niño alegre y feliz que fuiste, además de tu recuerdo indeleble, me queda esta clave. D-2. 232-2. Me parece tan increíble venir a verte aquí, a este lugar. Ya es atardecer y entramos con un ramo de flores de todos colores en la mano, un ramo alegre como tú, y, caminamos el trayecto hasta donde estás, en silencio, mirando el cielo limpio de verano en enero, en Santiago y la paz del lugar contrasta con la pena que todavía sentimos. Caminamos lentamente, tu madre, tu hermano y yo. Avanzamos tomados del brazo, los tres, entrelazados, lentamente, dándonos fuerza y valor interiormente, enfrentando lo que preferiríamos evitar a toda costa. Avanzamos por la calle, paso a paso y me cuesta respirar. En el claro cielo las aves se cruzan libres, hermosas e indiferentes a cuanto ocurre abajo. Miro a lo lejos y veo cuerpos inclinados y sobrecogidos, frágiles, anónimos, escarbando el suelo. Algunos pájaros cantan ruidosamente y sus picos amarillos o anaranjados destacan en el césped. El suave viento mueve los árboles y los remolinos de variados colores. Estos indican que no somos los únicos en estas circunstancias. Cada remolino al viento es un niño en el cielo que te acompaña, que te conoce, con los que juegas y paseas, mientras yo te echo de menos y te añoro con toda mi alma, ¡oh quién me diera alas como de paloma! Volaría yo y descansaría, pero esta es mi vida, nuestra vida y debemos aceptarla y vivirla. Avanzamos hasta llegar al D-2 232-2 y allí, frente a nuestros húmedos ojos, está el dibujo, la metáfora de lo que fuiste. Los zorzales se bañan en el agua de tus flores y picotean impasibles en el césped. Tú no dices nada, estás quieto, solito, y en silencio dejas que merodeen a su gusto. A pocos metros el gran Acacio, testigo silencioso de nuestro encuentro, estira sus ramas delicadamente e intenta tocarte, acariciarte, despertarte, pero no lo logra. Yo que estoy parado frente a ti tampoco lo logro, aunque no imaginas lo difícil que es eliminar o ignorar esas ganas de abrazarte. El sol amarillo lentamente va cambiando su tono y ahora ya es más anaranjado y mi corazón, a poco frente a tu placa, también va cambiando y deja de ser el corazón fuerte y creyente y se torna débil e incrédulo, y me saco el sombrero y lloro y te recuerdo y lloro y escucho tu voz y lloro y recuerdo tu cara y lloro, y recuerdo tu aroma y lloro ¡oh quién me diera alas como de paloma! Volaría yo y descansaría, pero es mi vida y tengo que aceptarla y vivirla y ser feliz y ser alegre y consolar a otros, aunque cada vez que vengo un nudo en la garganta casi me impide hablarte y un dolor en el pecho me ahoga y me cuesta respirar y la belleza del lugar pierde su relevancia.
Miro tu placa y pienso que falta tanto para volver a vernos, recién han pasado cuatro años desde ese otro 19 de enero, pero me engaño, siempre estamos a un segundo de volver a vernos, de reunirnos, de abrazarnos. Mientras miro las flores junto a tu nombre recuerdo tu fotografía en el comedor diario de nuestra casa, frente a mi parece decirme y reafirmarme eso, que cada vez falta menos tiempo hasta que volvamos a ser cuatro nuevamente. Respiro hondo e intento descansar del agobio que me significa llegar hasta aquí y mientras repito tu nombre una y otra vez, bajito, casi susurrando y observo las hormigas recorriendo tu nombre, vuelvo a pensar en tu foto y recuerdo que sin darme cuenta he colocado junto a tu retrato una figura de cerámica de un vagabundo, que alguien que me estima me regaló. Es un viejo con barba, de grandes ojos, con cara triste, con ropa pobre, de chaqueta roja y pantalones grises, con sombrero ,sentado en un baúl antiguo y que al activarlo toca la trompeta e interpreta “When the saints go marching” y este acto inconsciente me llena de esperanza, cada vez que el vagabundo interpreta en su vieja trompeta esta melodía y mueve uno de sus pies con su zapato roto me vuelve la serenidad y recuerdo que esta distancia es momentánea, que cuatro años son nada al compararlo con el tiempo que tendremos juntos. Que un día cercano la Gran trompeta sonará, que todo esto quedará atrás y que te levantarás de aquí. Pensando en esto bajo la cabeza, suspiro profundo, me pongo el sombrero, te digo –chao mi Joaco-y pienso en la resurrección. Me doy media vuelta y el sol agoniza en Santiago y todavía algunos pájaros vuelan sobre mi cabeza cantando felices e impasibles y comienzo el camino de vuelta por la larga calle. Llego a la cafetería, pero está cerrada, subo al auto y me voy, miro hacia atrás y enciendo la radio.