lunes, 6 de mayo de 2013


Las nueces de la abuela

                                                        Ps. Juan E. Barrera


Venía saliendo de la escuela una nublada tarde de otoño, con mi típica mochila al hombro y corriendo para no llegar  atrasado  a la universidad después de un agotador día de trabajo, tenía que hacerlo para alcanzar la única micro que me sacaba del lugar y llevaba al centro. Entonces la vi, apoyada, frágil, invisible  en la reja de la calle en medio de toda la algarabía que hacían los niños y sus madres al fin de la jornada de ese día. Su cabello blanco bien peinado y la cara llena de arrugas acusaban unos setentas años. Nueces, ricas las nueces, repetía casi murmurando. Nueces, ricas las nueces. Choqué con algunos de los estudiantes que iban saliendo y gritando entorpeciendo la salida y obligado por ellos, tuve que parar mi carrera, y tuve tiempo para fijarme más en ella. Tenía los ojos tristes y cansados, aunque con un dejo de serenidad o resignación. En el brazo izquierdo sostenía una pequeña bandeja plástica desnuda, con unas bolsitas plásticas y pedazos de nueces dentro, apenas un puñado de bolsitas. ¿Cuánto cuestan las nueces, mamita? Pregunté-cien pesitos profesor, recibí como respuesta con una voz suave y un poco temblorosa. Pensé unos segundos, palpé un billete en mi bolsillo con la mano derecha, calculé si me alcanzaba para ir y volver en la micro. Ella casi ni me miraba, aunque esperaba una respuesta mía, y yo de reojo miraba sus ojitos cansados y expectantes. Démelas todas, dije por fin, bajando la voz. Con la mano que tenía libre y temblorosa juntó las bolsitas y me las entregó. Las guardé parsimoniosamente en mi mochila y le pasé el billete. Al dárselo me miró por primera vez a los ojos y desde el fondo de su corazón exclamó ¡Gloria a Dios! Y sus ojos estaban húmedos, como los míos.