jueves, 20 de diciembre de 2012

La flauta y el clavel


                                                     La flauta y el clavel                                  

                                                   

Es probable que fuera una tarde de primavera por los colores amarillentos y anaranjados que comenzaban a inundar el cielo poniente de la zona sur de Santiago, y es probable también que yo no tuviera más de diez u once años. Iba en quinto o sexto básico y no había mayor algarabía para algunos de nosotros que participar en el grupo folklórico de la escuela. El director del grupo musical era obviamente, el profesor de música, el señor Figueroa. Un hombre estricto de bigote grueso, de gran envergadura física que fumaba pipa y usaba una cotona blanca impecable y que venía del sur de Chile.
Al interior del grupo pasaban muchas cosas. Los que desde esa corta edad disfrutábamos de la música éramos felices entre flautas dulces, tambores, instrumentos de viento, guitarras y otros muchos instrumentos. De nuestras infantiles y púberes manos salían acordes de melodías clásicas de Clarita Solovera, Diego Barros Ortiz, las tonadas de Manuel Rodríguez, la Luna Tucumana, el Aire, los versos de Neruda dedicados a O´Higgins. El Negro José de Los Illapu era el hit del momento y el más interpretado y favorito de todos.
Ensayábamos mucho; canto, guitarras, flautas, un contrabajo, que tocaba la niña más alta del grupo. Algunos instrumentos de viento-metal de color refulente y muchísimo entusiasmo pre adolescente eran los ingredientes justos para pasarlo bien disfrutando de la música. Pero no he nombrado el ingrediente más importante ¡Había niñas! Flaquitas, gorditas, casi todas morenas, todas con calurosos jumpers y calcetas azules hasta bajo la rodilla. De cabello largo algunas, la mayoría con el pelo hasta el hombro y con cintillo. De entre todas las morenas destacaba una blanquita, con pecas, con un cintillo blanco y de sonrisa amable y divertida todo el tiempo. Los años, que borran muchos recuerdos, han borrado su nombre  prácticamente han hecho desaparecer sus facciones ¿Era flaca? ¿Era gorda? No lo recuerdo, ¿sus manos? Tampoco las recuerdo, pero sí recuerdo lo que hicieron una tarde, durante un ensayo, en la sala 13, la que daba a la calle y a la plaza.
La primavera había despertado ciertas inclinaciones románticas en nuestras precoces compañeras y nosotros, los hombres, “los pavos”, éramos el objeto de sus deseos románticos, seudo eróticos. Nosotros que solo pensábamos en la pichanga del recreo y los sándwiches de la colación, aunque claro está, también había de aquellos que les gustaba mirar un poco más arriba de la rodilla, pero en general solamente nos dejábamos querer sin comprender todo lo que pasaba por las mentes de estas seductoras adelantadas.
Al parecer, yo era uno de los escogidos, privilegiado de la pecosa  y con cintillo blanco en el pelo, pero en lugar de disfrutar de tal elección me sentía avergonzado e intentaba por todos los medios posibles “mantener distancia” con la pecosa. A pesar de eso, un buen día llevó al ensayo un clavel blanco, o no recuerdo si ella lo llevó o lo encontró tirado por ahí entre los bancos de la sala de clases, pero éste comenzó a transitar de mano en mano y de atril musical en atril musical hasta que llegó a las manos de la bonita pecosa. Ella en un gesto inolvidable me lo obsequió, pero yo, aprendiz fracasado y desconcertado de galán, lo rechacé. No recuerdo qué cara puso la pecosa, ni sé si las pecas se le oscurecieron de rubor o rabia, pero el momento romántico coincidió con la orden del director de comenzar a tocar. Entonces, en otro gesto imborrable, espontáneo e impensado, antes de ser descubierta con el clavel en la mano, la pecosa lo introdujo en mi flauta por la parte de abajo, en medio de las sonrisas de quienes observaban la escena y hacían esfuerzos por no soltar las carcajadas. Todos reían menos yo.
Al movimiento descendente de la mano del profesor, el conjunto comenzó a tocar. Las guitarras, el bombo, el pandero, las flautas y el coro comenzó con la letra de una canción que he olvidado. Sin embargo las risas de las primeras filas no paraban. El profesor miraba, tocaba su acordeón pero no entendía que pasaba y ya estaba perdiendo la paciencia. El motivo del jolgorio era que yo, en un esfuerzo por no ser descubierto con el clavel dentro de mi flauta, seguía tocando, aunque en realidad solo movía los dedos porque de la flauta dulce no salía ningún sonido. El clavel blanco obstruía la salida del aire, con todo, yo muy serio seguía “tocando” muy concentrado sin mirar hacia los lados. Alguien le sopló al profesor lo que pasaba y yo solamente movía los ojos. Estaba rígido y pálido, no hacía ningún movimiento, quería hacerme invisible. Con un gesto severo el profesor hizo silenciar la tonada que el conjunto interpretaba o intentaba interpretar. Los de las últimas filas no entendían lo que estaba pasando y por la cara que tenía el profesor se acabaron también las risas de las primeras filas.-Haber Juancito-me dijo el profesor, y yo quedé petrificado, como traspasado, sin respiración y con la garganta seca.-Toca tú sólo tu parte, toca tu flauta- Quedé unos segundos en silencio, segundos que me parecieron una eternidad, mientras como telón de fondo lejano se oían las risas de todos que me miraban atentos para saber que iba a hacer…tragué saliva y soplé al tiempo que digitaba unas notas mudas que por más que yo soplaba no salían de mi flauta ¡El conjunto explotó en carcajadas contenidas hacía mucho rato!, mientras yo, sintiendo la cara hervir, trataba de mantener la compostura e intentaba sonreír torpemente y seguía soplando, solo para recibir el aroma y sabor del clavel en mi boca. De pronto el rictus severo del profesor  cambió y una sonrisa divertida y pícara salió de debajo de su tupido bigote negro. A mí el corazón me latía a mil y sentía la cabeza como un tomate caliente. -Saca el clavel-me dijo el profesor riendo, y yo como pude introduje un lápiz nerviosamente y comencé a destrozar la flor, que tan azorada como yo se negaba a salir. Al final, prácticamente destrozado, húmedo y fragante, deshojado y triturado quedó en mi mano todavía temblorosa y sudada.-Pásamelo-dijo el profesor, riendo tan alto como los demás. Tomó el clavel todo destartalado, lo levantó, lo giró varias veces y haciendo callar las risotadas dijo -“por favor las enamoradas, contrólense, no ven que me distraen al muchacho aquí”-. A esa altura no tenía idea donde estaba la pecosa ni supe si estaba tan avergonzada como yo, si lo estaba se quedó callada y yo asumí el papelón.
El profesor dejó el clavel sobre un banco cerca suyo, colocó su gran mano en los botones del acordeón y alzando la mano derecha, a la cuenta de 1,2 y… el conjunto comenzó a tocar. Ya todo había pasado. Yo tenía la frente empapada de sudor que entre más lo secaba más me inundaba y llegaba hasta los ojos y tenía la camisa celeste mojada en la  espalda y eso que ya se había escondido el sol hacía rato.