¡Y |
a no escucho el tren! Qué triste fue tener que reconocerlo,
pero era verdad, y no era que el tren no pasara; aún hacía su recorrido, quizás
con menos frecuencia, pero aún pasaba. Es el tren que va de Santiago al sur y
que yo escuchaba cada noche desde mi casa; no es que yo viviera cerca de la
línea del tren, sino que el silencio de la noche llevaba su ruido hasta la Gran
Avenida, en La Cisterna, donde vivía con mis padres, mi hermana y mi abuela.
Era una casa de madera, pero acogedora, de un color verde ya desteñido por el
tiempo, con un gran patio donde había una higuera, un ciruelo, un níspero y un
almendro que eran el alma de las aventuras para mi hermana y para mí. La escuela quedaba a escasos tres minutos de
la casa. La calle era de tierra, y pasaba un canal ¡el único canal en medio de
un barrio residencial! ¡Cuántas pelotas de fútbol nuevas se llevó ese torrente maloliente
y café! Las pichangas en verano eran incesantes, igual que el ruido de los
aviones de la fuerza aérea que circundaban mi cabeza de niño travieso, con
zumbidos suaves y luces de colores. De la cancha pasé muchas veces, para
sufrimiento de mi mamá, directo a la cama, ¡previo paso por el refrigerador! Al
caer la noche las cosas cambiaban: leía revistas que mi papá me regalaba y
luego de soñar despierto caminando por Patolandia o volando con Super Tribi,
apagaba la luz y oraba, hablaba con Dios, le daba gracias por mi papá, mi mamá,
mi abuela, y mi hermana. A veces incluía a mi perro Ringo, un perro rubio que
recogimos de la calle con la cabeza rota y medio muerto de hambre. Se quedó con
nosotros muchos años, hasta que lo enterramos, con mucha pena, en el jardín de
la casa. Luego cerraba los ojos y justo antes de dormir escuchaba el tren. No
me dormía hasta escuchar su ruido metálico, pesado, lejano. Agudizaba el oído
hasta que el ruido se perdía. Imaginaba la locomotora de aspecto feroz,
monstruoso, tirando de unos carros negros con mucha carga o con vagones con luz
encendida y gente diciendo chao por la ventanilla. Así fue por años, no sé
cuántos, después de orar escuchaba el tren y luego me dormía. Una noche me acosté
y para mi tristeza, no escuché el tren. Es más, ni siquiera recordé el tren.
Era la misma casa, el mismo techo, la misma luna y las mismas estrellas que
iluminaban mi cara de niño travieso, pero algunas cosas habían cambiado. Ya no
era mi cama de colcha amarilla, ni debajo de ella estaba mi pelota de fútbol.
Tampoco estaba mi abuela; ya había partido con el Maestro. Tampoco estaba mi
hermana ni sus muñecas; ahora era mamá de verdad. Tampoco estaba el Ringo, sólo
unas pocas flores en el jardín recordaban sus ladridos y el lugar donde lo
enterramos. Yo tampoco era el mismo. Tenía veinte años más y regresaba al hogar
paterno con algunas heridas a cuestas, enojado con Dios y su obra. Estaba
cansado, solo y desilusionado, abatido, abandonado por Dios, los hermanos, mis
amigos. Esa noche volví a mi casa, a mi patio, con la higuera, el ciruelo y mi
almendro, pero ya no era lo mismo. Esa noche no oré, ni escuché el tren. Es muy
probable que este continuó pasando cada noche durante esos veinte años, pero yo
no estaba para escucharlo, y esa noche tampoco tenía oídos para escuchar al
tren de mi infancia ni oídos para Dios, solo escuchaba mis propios lamentos,
mis quejas y mis lágrimas, lágrimas de joven solitario y pastor abatido. Una
noche, sin embargo, después de muchas noches de silencio y soledad ocurrió un
milagro: Mi esposa se había dormido recién a mi lado y mi hijo dormía feliz en
su cuna a un costado. Yo también tenía sueño, pero cerré los ojos y agradecí a
Dios por ellos, por ser su hijo, por el trabajo, por su amor y su mano siempre
presente en mi vida ¡y entonces ocurrió! Antes de dormir, ¡escuché el tren a lo
lejos! Su ruido poderoso me recordó tantas cosas, venía tocando la bocina,
poderoso, metálico, ¡como antes! Esa noche también lloré en silencio pero de alegría.
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