Mi perro Ringo
Teníamos 7-8 años con mi hermana Isabel cuando al volver de
la calle notamos que nos seguía un perro. Tratamos de ahuyentarlo, con un poco
de miedo, pero el muy porfiado nos miraba con cara de perro herido y abandonado
e insistió en caminar detrás de nosotros. Luego de varios intentos por
corretearlo sin éxito, corrimos a contarle a nuestra madre que un perro nos
había seguido hasta la casa y que estaba parado afuera, en la puerta de calle,
sin ladrar, sin moverse, con la cola entre las piernas, con la cabeza rota y
las costillas casi al aire.
Después de mucha insistencia nuestra madre accedió a ver al
perro. La escena que vio debió conmoverla o llenarla de risa. El perro era un
típico espécimen de raza “quiltro”, feo como él solo, de pelo rubio desteñido,
con esas costillas que ya se le salían y apenas sostenido en unas patas flacas,
de mirada triste y con una herida en la cabeza, al parecer por un golpe con un
palo. El perro o lo que quedaba de él no se movía, ni ladraba, solo estaba allí
parado, suplicante, mientras mi madre lo observaba. Mi mente y corazón de niño
solo pedía que el perro se quedara. Luego de un largo rato del escrutinio
materno, el perro ingresó a nuestra casa, para alegría nuestra. Lo primero que
hicimos fue darle comida en un tiesto improvisado, tiesto que devoró una y otra
vez sin misericordia perruna. No recuerdo nada más, solo sé que así fue como el
Ringo, tampoco sé el origen del nombre, no conocíamos con mi hermana al
baterista de los Beatles, pero así lo bautizamos, de ser un perro callejero y
desconocido, feo, sucio y flaco pasó a ser el perro de la casa, con todos los
derechos y privilegios y pasó a formar parte de la historia de nuestra infancia.
La herida de la cabeza fue sanando rápidamente, con povidona
y cariño y de la flacura perruna poco quedó. De ser un perro vago pasó a ser el
más querido por mi hermana y yo. Recuerdo que mi madre cada noche le daba
comida en la que pasó a llamarse la olla del perro o la olla del Ringo. Con una
manguera en verano, con mi hermana lo bañábamos y él muy divertido saltaba
tratando de atrapar el agua con el hocico para deleite nuestro, lo
despulgábamos, lo abrigábamos, lo abrazábamos y lo besuqueábamos. Él respondía
ladrando alegremente y moviendo su horrible cola. Tampoco sé cómo pero apareció
una mañana una casita blanca que pasó a ser la casita del Ringo, escrito con
pintura blanca y letra manuscrita. Allí dormitaba bajo el sol de la mañana y se
refugiaba del frío en el invierno, muchas veces compartimos la casa tirados en
el suelo, muertos de la risa y felices.
Pasamos muchas aventuras con el Ringo, no había perro que le
ganara en la pelea en el barrio, aunque prestos estábamos mi hermana y yo para
defenderlo de cualquier ataque canino. De los buenos recuerdos de mi infancia
mi perro, mi primer perro ocupa un lugar especial.
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