VIVIENDO A MEDIA ASTA: O ¿QUÉ HACE UN CRISTIANO CUANDO MUERE SU HIJO?
JUAN E. BARRERA
Es una costumbre ya establecida en muchos países y reconocida por todos que cuando muere una persona importante o reconocida en un país existe una ley que obliga a izar la bandera a media asta, esto indica el duelo que ese país vive. Ahora bien, hace nueve meses que nuestra familia vive a media asta, porque sin jamás imaginarlo hemos perdido a dos de nuestros miembros. A inicio de diciembre del años pasado (2008) el hijo mayor de mi hermana Isabel, Diego de 19 años, en un accidente atroz dejó esta tierra y se fue al cielo. Fue un golpe tan fuerte que quedamos sin aliento. Era un joven alegre, divertido, lleno de vida, comenzado su juventud.
Aún recuerdo el rostro desfigurado de mi hermana esa noche del 4 de diciembre mientras miraba hacia atrás por la ventana del auto, al hospital donde su amado Diego había quedado. Lo lloramos hasta la madrugada, sin parar y sin poder entender que había pasado. Yo su tío pastor, al otro día tenía un compromiso ineludible e hice un esfuerzo grande para servir a las personas que me esperaban en ese lugar, porque todo mi corazón y mis pensamientos estaban en la iglesia donde esa noche despedíamos al flaco, nuestro amado flaco. Al día siguiente oficié el culto en medio de un mar de lágrimas, de sus padres, de sus tíos, de sus primos, de sus amigos y de los hermanos de la iglesia.
Esa tarde, compartiendo la Palabra del Señor con los oyentes, no pude contener mis lágrimas y lloré como un niño enfrente de todos.
Sólo habían pasado seis semanas de la despedida de nuestro sobrino mayor y una mañana, mientras yo estaba visitando a un pastor que tenía un proyecto social en una ciudad cercana a Santiago me llaman al celular para avisarme que mi hijo Joaquín, de 9 años había tenido un accidente. Tomé un bus inmediatamente y a las tres de la tarde un hermano me lleva en su auto hasta un lugar donde había mucha gente. Jamás imaginé de qué se trataba hasta que llegué al lugar mismo, era mi hijo, mi dulce niño, el Joaquín, que yacía en el suelo. Eran las tres de la tarde y había partido al cielo a las once de la mañana. Me bajé corriendo del auto y no podía creer lo que veía, allí en la calle estaba mi Joaco, mi torito, mi tesoro número tres. Estaba muerto. Comencé a llorar y a gritar que no podía ser cierto, se me doblaron las piernas y unos amigos me sostenían para no caer. Inmediatamente busqué entre todas las personas a mi esposa, mi amada esposa. Ella me miró con una cara que no olvidaré jamás y lloramos abrazados sin parar bajo el sol implacable de ese verano en Santiago de Chile. Nuestro hijo murió al intentar cruzar en bicicleta una calle, apenas a unas cuadras de distancia de nuestra casa. Algunos de los pensamientos que se me cruzaron en ese momento de profundo dolor eran: ¿Cómo vamos a vivir sin el Joaquín? ¿Cómo voy a predicar a ahora? ¡Sólo me queda esperar la eternidad! Eran esos tres pensamientos que me inundaron. Luego de esos primeros instantes horribles vinieron muchos otros momentos muy dolorosos que terminaron cuando lo enterramos, en medio de muchas lágrimas, junto a su primo Diego, en medio de un paisaje hermoso que no consiguió aminorar en nada nuestra pena.
Dios, me ha llevado por muchos caminos pero no imaginé nunca transitar por este. Fui ordenado al pastorado antes de los treinta años, soy profesor universitario en Educación General Básica y he trabajo por años con niños, soy psicólogo y he escuchado muchas historias de dolor pero nada de ello me preparó para una experiencia tan dolorosa como la partida de nuestro hijo. Han pasado apenas nueve meses y parece que todo ocurrió ayer. Nuestra casa está llena de él, de su risa, de sus gestos, de sus dibujos, de su aroma, de sus bromas y de su amor por Jesús. Cada vez que le tocaba o que le pedíamos que orara el inclinaba su rostro y decía “Señor tú eres bueno y nos das todas las cosas” ¡Cuánto significado han tenido esas palabras en estos meses! Es poco tiempo para hacer una evaluación de lo que ha sido esta experiencia pero he aprendido algunas cosas.
Nada te prepara, ni nadie está preparado para perder un hijo. Es una experiencia al límite de la salud mental. Cuando estábamos en la iglesia despidiendo a nuestro hijo, me llamó al celular el director de la Escuela de Psicología de la universidad donde estudié. Solo atiné a decir entre sollozos que todo el tiempo en la universidad no servía de nada frente a la escena que tenía ante mis ojos. El profesor, lleno de empatía sólo atinó a responderme, “no Juan, nada te prepara para eso”.
Este es un momento para decidir creer o no creer en la palabra del Señor. En el servicio de mi hijo toqué el piano y hablé algunas palabras, todas centradas en la esperanza de la vida eterna. Estas promesas han sido nuestra fortaleza en los muchos tiempos de flaqueza que hemos tenido. He tenido que hacer un esfuerzo y confesar en alta voz, que el cielo es real, que Dios es real y que veré a mi hijo otra vez, no se cuando lo veré, ni como será, pero eso ocurrirá.
El ser un creyente ayuda a aminorar el dolor de la pérdida pero no es algo mágico. Hay días en que me siento profundamente triste, lloro en mi trabajo, lloro al predicar, lloro en la calle, lloro al ver a su amiga Isidora, al resto de sus amiguitos. Lloro en los días nublados, en los días soleados, lloro al hacer un asado, al comer su comida favorita, al ver su foto, lloro, lloro, lloro y quiero hacerlo, no me reprimo. Oro y le pido a Dios que se lleve mi pena, coloco a sus pies mi dolor, pero no reprimo mis sentimientos. Era mi muy amado hijo y siento su falta, lo hecho de menos y lloro por no tenerlo.
Esta es una experiencia en que sólo podemos confiar y alabar a Dios aunque no entendamos nada. La mañana que fui al Instituto Médico Legal a reconocerlo fui con mi cuñado, el otro padre tan dolido como yo. El es militar y esa mañana me vi así, éramos dos soldados heridos en el campo de batalla de la vida. El portero nos dio la indicación de seguir una línea amarilla en el suelo que nos llevaría al lugar indicado. Mi cuñado, que había pasado sólo un mes y medio atrás por la misma experiencia me abrazó y juntos caminamos llorando. Eran unos cuantos metros que a mi me parecieron una eternidad. Luego de unos trámites finalmente lo vi. Me despedí de él, le dije cuanto lo amábamos, le dije cuanto lo amaba su madre y su hermano, que no era el final, que ya nos veríamos otra vez, que luego de su partida el papá sería un mejor pastor y un mejor psicólogo. Lo abracé y salí de la habitación. En el hall, comencé a llorar a gritos y recordé algo que Joaquín decía cuando yo lo disciplinaba. Bajaba la cabeza, me miraba a la cara con pena y repetía “sí papá, sí papá”, no puedo recordar esos momentos sin llorar abundantemente. Allí parado, hundido por las circunstancias y el dolor, haciendo un esfuerzo increíble levanté mis brazos y comencé a adorar al Señor, oré en voz alta y dije “Sí Papá, sí Papá si esta es tu voluntad” No podía dejar de llorar y aún ahora cuando lo escribo y lo revivo el teclado del computador se llena de mis lágrimas.
Desde entonces he tenido muchos altibajos, hay días en que oro y digo, “sí papá, sí papá”, otras me lleno de indignación y le pregunto a Dios ¿Era necesario Señor, era necesario? No he tenido respuesta alguna y hemos tenido que seguir viviendo sin respuestas, y es que confiar consiste en eso, en seguir caminado al frente aunque no entendamos los por qué y sintamos que el sufrimiento no tiene sentido. La vida tiene sentido, porque Dios controla todas las cosas, quiero creer eso con todo mi corazón, este mundo no es presa del azar, hay algo, Alguien que controla todo.
Desde el inicio he tratado de no envolverme en una discusión mental sobre el origen de la muerte de mi hijo, e intentado aceptar la realidad, el Joaco ya no está, hemos de seguir viviendo sin él, él ya no volverá a nosotros, aunque hay mañanas que amanezco con un deseo irresistible de verlo y de abrazarlo, entonces me refugio en Dios, mi Torre Fuerte y lloro y oro que Dios me consuele, porque nadie más puede hacerlo. El ya no vendrá a nosotros pero nosotros sí vamos donde está él. Hay días en que soy un verdadero teólogo reformado, en otros soy un total incrédulo, pero todas las veces vuelvo a Dios y me abrazo a la cruz, bendita cruz, porque allí fueron llevados todos mis pecados y todos mis dolores.
Finalmente quiero decir que no soy el mismo, no somos los mismos. Veo la vida de otra manera, veo la vida en tono menor, aún en los momentos alegres, como esas canciones muy alegres, pero que todavía se tocan en tono menor. A veces me veo caminando o me miro al espejo y me veo herido. No sé decir si por Dios o por la vida, pero practico la fe y sé que Dios traerá la paz de nuevo. En medio de este dolor he optado por la vida, tengo mi esposa y mi otro hijo y debo elegir la vida. Ya no seré nunca más el mismo, pero también sé, por la palabra de Dios, que El también usa a sus hijos heridos, para que toda la gloria sea sólo suya.
Amigos, es después de dos años de la partida de mi hijo que me atrevo a publicar algunas cosas que he escrito. Espero sean de consuelo a quienes estén pasando por lo mismo
ResponderEliminarTe quiero mucho, te admiro, te extraño hermano...tú dolor dará a luz muchas flores. Tenlo por seguro.
ResponderEliminarPablo