Aún
tengo pena
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oy, me levanté temprano, estos últimos
no han sido días buenos. Me levanté con el corazón apretado, es 19 de enero,
todavía no son las 9 de la mañana y ya siento calor. También siento tristeza.
Han pasado nueve años desde que te marchaste y todavía tengo pena. En al auto
guardo silencio y pienso en ti, en como eras cuando nos dejaste y como serías
ahora, años después. Por la ventanilla veo niños jugando felices y te recuerdo.
Recuerdo esa mañana en que te fuiste, 19 de enero de 2009. El reloj de pulsera
de tu madre se detuvo extrañamente a las 11:30 hrs. Aún lo guarda, sin
explicación alguna, el reloj se detuvo a esa hora, como tú, como tu vida, como
tu sonrisa que aún me acompaña. Nueve años es poco tiempo para olvidarte.
Yo te soñé, Joaquín. Te vi
cabalgando sobre un dorado y reluciente caballito de mar entre peces risueños y
corales multicolores. Te vi en un desfile largo con tus amigos, iba la Isidora,
el Simón, el Marcelo, tu hermano. Tú, riendo fuerte y levantando los brazos,
encabezabas el desfile, iluminado por los rayos de sol que se infiltraban en el
agua y llenaban tu sonrisa, la misma que guardo en un lugar secreto de mi
corazón, el que no abro nunca porque podría desvanecerse y perderse. Pero tú no
estás y no hay caballitos de mar, ni desfiles submarinos multicolores, no
escucho el ruido del mar en un caracol sino el ruido que hace la nostalgia y tu
ausencia en la que fue tu casa.
Hoy fui al cementerio y volví a
llorar al ver tu nombre escrito en el blanco mármol. Llevamos cuatro girasoles,
uno por tu abuela, otro por tu madre, otro por tu hermano y uno por mí. Y allí
cerca de la acacia, la misma que extiende sus brazos y te cuida del frío en
invierno y del sol en verano los acomodamos. Esta, serena y comprensiva, movió
sus ramas como asintiendo y dándonos permiso, entonces comenzamos la dolorosa
sesión ¡es que aún tengo pena!
Mientras tu madre, entre lágrimas
y de rodillas arregla las flores yo, de pie, compungido, repito tu nombre
varias veces, entre susurros, cabizbajo, con los ojos húmedos mirando el
césped, pero unos gorriones que viven en la acacia guardiana, al escuchar tu
nombre, salieron de sus nidos y volando alegres y traviesos en el aire lo
tomaron en sus piquitos y comenzaron a repetirlo entre ruidosos ¡chip chip!
¡chip chip! J-o-a-q-u-i-n, - J-o-a-q-u-i-n ¡chip chip chip! y entre trinos lo
llevaron al cielo, yo levanté la cabeza y tuve que cubrirme los ojos debido a
la luz del sol y ese ejercicio hizo una diferencia. Cuando te miro hacia abajo
se me hace un nudo en la garganta y mi mente y mi corazón se estrechan por la
angustia de tu ausencia. Cuando levanto la cabeza al cielo el nudo desaparece y
mi corazón y mi mente se expanden. Miré a los gorriones que repetían tu nombre
hasta que desaparecieron de mi vista. Fueron solo unos minutos pero bastó para
ver tu rostro dibujado en unas pocas nubes, blancas y gordas. Estabas
sonriendo, le avisé a tu madre y cuando ella miró ya no estabas. No supe si fue
realidad o lo imaginé. Mientras despertaba de mi encantamiento con los ojos
húmedos de emoción todavía, un gorrión pardo y castaño voló bajito y dejó caer
algo sobre mis manos, al principio me asusté, ¡chip chip! ¡chip chip! Repetía
como riendo y se alejó volando. Al abrir mis manos descubrí un pequeño trozo de
nube, liviano y suave y cuando lo olí sentí tu perfume. Apreté tan fuerte como
pude mi tesoro y sin decirle nada a tu madre subimos al auto. Entonces, después
de un rato de mucha emoción abrí mi mano nuevamente, pero el pedacito de nube
ya no estaba. Respiré hondo y escuché en el celular “Un día
te veré”. Tu
madre hizo andar el auto y nos fuimos. ¡Aún tengo pena!
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