Juan E. Barrera
¡Ahora que no hay nadie! Aún tengo grabadas esas palabras en
la memoria, y entramos a la sala de clases, la de la escuela 33, la de la
plaza. Estaba vacía, en silencio, en el pizarrón todavía quedaban algunas
palabras escritas por el profesor Mario. Las sillas y bancos de madera,
desnudos de su ropaje infantil, bolsos, cotonas, frutas y papeles alzaron la
cabeza cuando nos vieron entrar en actitud sospechosa, debíamos ser unos cuatro
o cinco, pero guardaron silencio y ese silencio fue el cómplice perfecto para
la fechoría que íbamos a realizar. Uno de los más “expertos” ya lo tenía
planificado hacía días y el resto aceptamos la idea sin titubear.
-pero la puerta del estante está cerrada-dijo uno de los
pequeños cacos, de cuarto o quinto año básico. –yo sé cómo abrirla-dijo el
“experto” y ya preparado, sacó de su bolsillo un clavo de 2 o`3 pulgadas y con
un objeto que no recuerdo cual, en un dos por tres sacó los “fierritos” de las
bisagras de la puerta del estante café y abrió la puerta sin romper la aldaba. El
estante no dijo nada ni dio muestras de dolor alguno, frente a tal dislocación.
Miramos con cara de sorpresa y celebramos la ocurrencia del “experto”. Ahí
estaba el viejo estante con una de sus puertas colgando como si hubiéramos
amputado una de sus extremidades, sin embargo no decía nada a pesar de la
profanación de que estaba siendo víctima y eso nos alentó más todavía.
Allí, frente a nuestros ojos de niños ávidos de aventuras
¡apareció el tesoro! No tuvimos que cruzar mares tempestuosos ni luchar con otros
corsarios. No hubo planos confusos ni trampas mortales, o dobles fondos. No
matamos a nadie sino que, sin mayor esfuerzo llegamos rápidamente a la preciada
caja, al tesoro. Frente a nosotros estaba la caja de cartón con las palabras
JUNAEB y dentro, en una bolsa de plástico transparente los preciados doblones
de oro, con la misma inscripción Junaeb en cada uno de ellos. Doblones de
cebada y harina ¡las galletas del curso! El estante dejaba ver entre sus
vísceras otros productos, cartulinas de colores, cuadernos, libros, lápices de
colores, tarjetas, pero eso no era de nuestro interés, solo buscábamos
galletas.
Lentamente al principio, con avidez después uno a uno los
pequeños ladrones fuimos metiendo nuestras manos pequeñas y saqueadoras en la
caja y llenando los bolsillos de nuestros pantalones grises con las galletas
hasta más no poder. ¡ Todavía recuerdo su forma y su aroma! Cual piratas
reíamos a carcajadas por nuestro logro y nos hacíamos callar unos a otros.
La operación para poner la puerta del estante en su lugar no
duró más de unos minutos y muy pronto este retomó su forma y su estado
habitual, como negando la violación de la que acababa de ser víctima.
Esa tarde, en el patio, sentados en un rincón, escondidos y
ansiosos comimos galletas hasta que no nos fue posible ingerir una más ¡Qué
delicioso sabía el robo! En cada uno de nosotros, pequeños rateros había un
aire de complicidad y extraño orgullo.
El estrés vino al día siguiente cuando el profesor abrió el
estante para repartir las galletas al curso. Los que nos sentábamos cerca del
estante agudizamos el oído y cabeza gacha hacíamos como que escribíamos.
Canturreando una canción el profesor abrió el estante, y nuestros corazones
latieron un poco más a prisa. El viejo estante podía delatarnos, pero no lo
hizo, guardó silencio y se hizo cómplice. Por el rabillo del ojo vimos como el
profesor tomaba la caja y al verla casi vacía exclamó –“chupalla, parece que
mis hijos han atacado fuerte las galletas”-
Sus hijos, como nosotros eran unos pequeños ladrones de
galletas.
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