Juan E. Barrera
En la radio Giannini,
con su ojo rojo-verde y sus cuatro botones de color café y cubierta de madera,
de mi abuela, comenzaban a sonar las canciones “i wana wish you a merry
chrismas”, “ven a mi casa esta navidad” y otras canciones alusivas y yo ya
sabía, al igual que mi hermana, que la navidad se acercaba y un entusiasmo
inmenso nos inundaba. Ya no íbamos a la escuela, había mucho sol, flores, todo
el día para jugar y el ambiente era grato, con una alegría inexplicable.
Llegaba, luego de una larga agonía, marcado por cierto en el calendario con un
lápiz, día a día, por fin, el momento tan esperado por mi hermana y por mí,
antes de llegar la navidad, nuestra madre, no sabemos de dónde, sacaba una caja
de cartón, que era siempre la misma. Cartón forrado, ajado, de color blanco,
rellena con una paja liviana y pelotitas de plumavit, con la tapa ya
descuadrada y adentro ¡Los adornos del árbol de navidad! –Ya niños- decía mi
madre, con la cara llena de risa y emoción, vamos a arreglar el arbolito-y
apoyaba la caja sobre la mesa del living y nosotros con el corazón rebosante de
gozo y curiosidad nos instalábamos alrededor metiendo las manos una y otra vez
a la caja, sin parar y gritando sin parar.¡Verdaderas joyas de un gran tesoro
para mi hermana y yo! Esferas pequeñas, medianas y otras muy grandes. De color
rojo, verde, azul, amarillo, plateados o dorados, otros chiches ovalados, con
forma de estrella o flores, ¡Qué alegría y emoción era tomar esos chiches en
nuestras manos! Con mucho cuidado, como si hubieran sido diamantes finísimos,
los limpiábamos con un paño de algodón y le sacábamos el polvo de un año
completo guardados en esa caja. Qué tristeza sentíamos también al sacar alguno de
estos chiches de la caja y ver que se había quebrado, nadie se atrevía a
botarlo. Previo a ello ya habíamos hecho el primer rito inolvidable para mí:
salir a la calle y en alguna esquina del barrio, comprar, de entre una fila de
ramas de pinos naturales, apoyadas en la pared, una que nos gustara. Que no
fuera ni grande ni pequeña. Que no fuera destartalada, no marchita, no
desgajada. Tenía que ser perfecta. Nos turnábamos y nos peleábamos con mi
hermana para cargar la rama de pino hasta la casa. Llegábamos con las manos
llenas de resina, risas, aroma a pino silvestre y felicidad.
Al llegar a la casa la
aventura seguía y consistía en encontrar un tarro para “plantar” el arbolito de
pascua. Salíamos al patio corriendo hasta dar con uno. Habitualmente era un
tarro de pintura viejo, que rellenábamos con piedras y tierra y forrado con
papel de regalo, arrugado o doblado, encontrado en algún cajón olvidado de la
casa, servía para nuestro cometido.
No recuerdo a mi papá
participar de este precioso ceremonial de niño. Solo mi mamá y mi hermana
Isabel, mi otra hermana todavía no nacía. Sobre la mesa del comedor, los tres
armábamos una fiesta emocionante que no he olvidado hasta el día de hoy, treinta
o cuarenta años después. El árbol en un rincón del living poco a poco iba
cambiando de forma y color y también la casa y nuestro estado de ánimo. ¡Todo
era alegría! ¡Aroma de Pino natural! ¡Pan de pascua! ¡La música en la radio! ¡Y
las fantasías de los regalos que esperábamos! pelotas, muñecas, pistolas
vaqueras, tazas de té, palitroques, un títere boxeador articulado, un oso de
felpa, son algunos de los regalos que han quedado en mi mente y corazón.
A medida que las joyas
de navidad salían de la caja de cartón, el arbolito perdía poco a poco su desnudez
y lentamente comenzaba a vestirse con su traje más lindo, confeccionado artesanalmente
por niños radiantes e inquietos: guirnaldas de colores, estrellas anunciadoras,
luceros viajantes y viejitos pascueros de yeso o plástico, siempre muy
abrigados y sonrientes. Luces que pestañaban y en la punta del árbol “la estrella
de belén”, el adorno más grande y más bonito colocado en la punta del árbol. Todo
ello realizado con manos de niños felices y sencillos, sinceros e inocentes. Cubríamos
el árbol con copos de algodón blanco, escarchas de colores, y adornos fabricados
con papel lustre de colores.
El árbol en gratitud
llenaba la casa de su aroma. El pino natural era el aroma de la navidad y lo
sigue siendo para mí hasta hoy. Cuando el árbol ya estaba arreglado, habitualmente
recargado, comenzaba el último y más importante ritual. Armar el pesebre a los
pies del árbol. Este pesebre solía tener un cajón de paja al centro con la
figurilla de yeso que representaba a Jesús y a su alrededor muchos animales. Le
preguntábamos muchas veces a nuestra madre por qué Jesús tuvo que nacer en un
establo de animales. Su respuesta era siempre la misma, cuando ellos llegaron a
Belén ya no había sitio donde dormir y tuvieron que pasar la noche en ese
establo. Que sencilla explicación para uno de los maravillosos e inexplicables
misterios. El Hijo de Dios, el dueño del universo naciendo entre animales.
Luego del burrito, la vaca y algunos pajaritos, venían en orden, los pastores,
los reyes magos y atrás, un poco más elevados los ángeles cantado. Han pasado
los años y estos recuerdos todavía permanecen en mi, todavía me emociona saber,
sin comprender que Jesús de Nazaret es el mismo Dios hecho hombre hace más de
dos mil años atrás y lo adoro, con manos alzadas, ojos húmedos y corazón sobrecogido.
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