Me quedé con tus zapatos
Juan E. Barrera
Entré a ese lugar pequeño cuando la tarde de esta
primavera ya se acababa, con la sensación terrible de verte como nunca había
querido hacerlo. Con esa sensación en el estómago que ya identifico como
angustia. Intenté tragar saliva y tenía la boca seca. Sentí como me palpitaba
el corazón y la respiración se me agitaba mientras que las manos me temblaban
levemente. Respiré hondo y seguí caminando en silencio. Recordé la experiencia también
terrible con mi hijo, tu nieto, tres años y medio atrás y un fuerte malestar me
atacó el estómago nuevamente mientras venían a mi mente imágenes que no puedo
olvidar. Le mostré el papel a un hombre que me recibió de manera amable en una
oficina minúscula y traspasé ese pequeño umbral, con los ojos húmedos y
expectantes, como queriendo ver y no ver al mismo tiempo. Allí estabas,
tendido, pequeño, frío, inmóvil, indiferente, con los ojos cerrados para
siempre. Solo. Lloré al verte desnudo e inmediatamente te tomé la mano, mano
dura y esforzada Te acaricié el canoso cabello y seguí llorando en silencio.
Solamente atinaba a murmurar y a repetir, mi viejo, mi viejo y a suspirar muy
hondo, como buscando en mi interior la fuerza necesaria para ese momento. Pasé
mis ojos por todo tu cuerpo desnudo y vi el negro tatuaje en uno de tus brazos,
ese tatuaje del corazón atravesado por una flecha de amor, con las iniciales de
una mujer que no eran las de mi madre. Nunca hablaste de ello, te negaste
cuando te pregunté y te llevaste el secreto a la sepultura. Te llevaste muchas
cosas a la tumba y tú como sabiéndolo, por primera vez en mucho tiempo
sonreías. Sí, ya no tenías esas muecas de hastío, común en ti, ni de dolor.
Estabas tendido en esa camilla fría, de hierro y sonreías. Me emocioné, te afeité,
te peiné, te besé y tú sonreías.
Recordarte allí aún me causa profunda pena, ese día hice también otra cosa, algo inesperado. Comenzamos el
proceso de vestirte. Tomé la bolsa con tu ropa y comenzamos. Primero los
pantalones, anchos y sueltos sobre tus piernas cansadas por el tiempo, el
trabajo y las penas. Luego la camisa, quizá una que yo te regalé, a cuadros. La
abotonamos, te arreglamos, yo respiraba hondo y tú mientras tanto sonreías. Luego
los calcetines y finalmente los zapatos, unos de color café, un poco viejos y
gastados. Me agaché para tomarlos de la bolsa y los alcé en mis manos para
colocártelos. Entonces tuve esa reacción inesperada, me arrepentí. Los tomé,
los observé atentamente y los guardé, con mucha intención decidí dejármelos
para mí y no porque los necesitara, tal vez sí los necesitaba pero por razones
diferentes a las prácticas. -¿No le vas a colocar los zapatos?-me preguntaron
las otras personas-No-respondí yo, un tanto avergonzado pero de manera firme.
-Me voy a quedar con ellos-respondí. Guardaron silencio y no dijeron nada más.
Entonces, te acaricié los pies con ambas manos y te colocamos en el cajón, con
tristeza, con cuidado, delicadamente.
Han pasado ya casi dos meses desde que te fuiste y
todavía me da vueltas el por qué quise quedarme con tus zapatos. Lo he
compartido con algunas personas, pero no tengo respuesta. Ese acto precipitado,
impensado baila en mi mente y en mi corazón, sí mi corazón, pues siento que ese
acto se relaciona con las emociones, con los afectos más que con lo racional.
Tus zapatos representan tu andar, tu camino, tu
vida, tu tránsito por esta tierra y probablemente querías enseñarme algo que yo
no he aprendido o me he rehusado a aprender. Sé de muchas cosas, sin embargo
hay algo que desconozco y que solo podía aprender colocándome tus zapatos y
caminando con ellos. Hay caminos que tú anduviste, a sabiendas o no, elegidos
por ti o no y que tal vez siempre quisiste enseñarme pero te faltaban las
palabras y el valor y allí, en nuestro último encuentro en esta tierra,
mientras, por fin te dejabas acariciar, tranquilo y sonriente me lo
comunicaste.
Te abracé, te besé por última vez y salí con tus
zapatos en mi manos.
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