Amigos, comparto un recuerdo-cuento de mi infancia.
saludos
Comiendo avellanas y almendras
Debimos haber tenido menos de
diez años y no sé de qué manera descubrimos que en el almacén del “huasito”
vendían avellanas. Era un almacén de barrio bien bonito, con una vitrina, con
afiches, donde vendían muchas golosinas y los famosos “monitos” que pegábamos
en un álbum que nunca completamos. Éramos clientes habituales mi hermana Isabel
y yo. Tal vez mi madre, que era del sur nos habló alguna vez de las avellanas y
así las conocimos. Atravesábamos corriendo la plaza, echando carrera hasta
llegar detrás de la escuela donde estaba el almacén del “huasito”. Un señor de ojos
azules, flaco y sonriente y de su esposa un tanto gordita y rezongona. He
olvidado sus nombres pero no sus caras. Allí también se vendía parafina y
carbón, todavía recuerdo ese aroma. Con mi hermana corríamos y comprábamos muchas
cosas allí: guatapiques, pulguitas,“monitos”, golosinas, unos cuadritos de
manjar con coco, los cholitos, chicles dos en uno y también unas deliciosas avellanas.
Bolitas de color negro por fuera y café oscuro por dentro. Un verdadero caviar
infantil. La señora gordita y rezongona las contaba una a una ante nuestra
atenta e impaciente mirada. Luego, a cambio de una moneda nos llenábamos los
bolsillos con las pequeñas esferas y volábamos de vuelta a casa, cuidando que
ninguna de ellas se cayera en el camino. Una vez en casa, y muy bien acomodados
comenzaba la labor de pelarlas, tarea no muy fácil. Nos echábamos algunas a la
boca y las humedecíamos para que fueran más fáciles de partir. Con los dientes
apretados abríamos una tras otra, sacando del centro una bolita arrugada y de
color medio anaranjado. Con la uña del dedo índice escarbábamos hasta obtener
nuestras pequeñas perlas comestibles. Otras eran tan duras que las machacábamos
con una piedra. Si se nos pasaba la mano la reventábamos y nos lamentábamos. Si
el golpe era muy suave había que golpearla varias veces. Las más verdes nos
dejaban un sabor áspero en la boca.
Las delicias sureñas competían
con grandes cantidades de almendras que obteníamos de nuestro propio árbol,
nuestro querido almendro. Eran unas almendras de cáscara gruesa y con una
piedra las partíamos sobre la tapa de la cámara del baño. Teníamos dos
categorías, las almendras descascaradas, con su envoltorio y sus arrugas color
café y las con cascaras, duras, sin pelar, con la punta filosa. La alegría nos
desbordaba cuando al partir una almendra esta venía doble, traía una “guaguita”,
entonces competíamos con mi hermana quien tenía más guaguitas. Colocábamos las
avellanas y las almendras en tarros vacíos de Nescafé o leche Nido. Los
tapábamos muy bien y los cargábamos como verdaderos tesoros de un lugar a otro
del patio. Cada uno con su tarro, muy agarrado. Contando una y otras vez cuantas
unidades de cada fruto nos quedaban.
Luego, con un montón de revistas,
nos arrojábamos en el suelo, debajo de la higuera o del mismo almendro y
comenzábamos el festín. Revistas de caricaturas y una panzada de avellanas y
almendras era el mejor panorama para dos niños pequeños. No teníamos televisión
y a esa edad no la extrañábamos. Con la boca llena de avellanas y su sabor
inconfundibles nos pasábamos horas leyendo y riendo con las caricaturas.
Hoy ya no existe el almacén del
“huasito”, aunque la casa sigue allí, detrás de la escuela 33, ni el almendro
en el patio y hace mucho tiempo que no como avellanas ni almendras, pero si
sobreviven mis recuerdos de niño feliz, recuerdos tan sabrosos como las
avellanas y las almendras.
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