Los insectos y la primavera
Juan E. Barrera

Por las noches se muestran
coloridos, con luces pestañeantes, rápidas, pequeñas, como luciérnagas
bulliciosas y roncas. Blancas, rojas, verdes y un ruido adormecido, casi
monótono. Aparecen cuando la temperatura en Santiago de Chile es alta y por las
noches estivales es posible ver las estrellas y dejar las ventanas abiertas, para
que entre el viento, sin embargo ellos no entran.
Cada vez que aparecen, mi
imaginación y mi memoria vuelan con ellos varias décadas atrás. Cuando mis
mayores preocupaciones eran la pelota de futbol bajo la cama o la bicicleta
estacionada junto el ropero alto y café, sin puertas, desordenado y con el
espejo quebrado. Tantas veces, observándolos por ratos infinitos me quise
montar en uno de ellos, y salir por la noche y observar Santiago desde el aire,
y ver las luces encendidas y ver mi casa y ver a mi mamá, y ver a mi abuela.
Esos insectos despertaban mi imaginación infantil y me producían cierta
añoranza, deseos de volar, de despegar, de salir de mí.
Crecí con el ruido de estos
insectos sobre mi cabeza. Crecí con el cuello hacia el cielo, y hacia el
poniente, buscándolos con unos prismáticos de juguete. Identificándolos, disparándoles
con pistolas de madera o escondiéndome de ellos, víctima de sus ataques
imaginarios. Los observaba largo tiempo como giraban y se preparaban para aterrizar.
Muchas veces los vi pasar muy cerca, encaramado en alguno de los árboles de mi
patio y me hacían gritar feliz y eufórico.
Me fui lejos a otras latitudes.
Otros jardines, otros barrios, otros soles, otras estrellas, otros atardeceres
y otras primaveras sin insectos coloridos y ronroneros. Tal vez no volví a
mirar al cielo en mucho tiempo, ni en mis noches se cruzó una luciérnaga ciega
y parpadeante. Pero el tiempo pasó rápido, sin pedir permiso, impasible e
implacable, sin perdonar. Volví a mi casa. Algunas cosas habían cambiado, no
estaba mi abuela, ni mi perro, ni mi bici, ni mi pelota. Mi papá se notaba más
triste y caminaba más lento y el cabello de mi madre había mudado de color, y
mi hermana pequeña ya no era pequeña, sin embargo ¡ahí estaban los mismos insectos
volando sobre mi cabeza! y recordándome un tiempo precioso que no volvería.
El tiempo ha seguido pasando,
otras muchas cosas han cambiado, pero la base aérea El Bosque sigue ahí en Gran
Avenida y mi barrio también.
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