Los insectos y la primavera
Juan E. Barrera
Sé que se acerca la primavera, y
con ella una sensación de alegría, de libertad y renovación, porque sobre el
techo de mi casa y en mi jardín comienzan a aparecer una serie de insectos. Bichos
que cada año son bienvenidos porque forman parte de una antigua, nostálgica y
bella tradición en mi barrio. El frío y la lluvia santiaguina han quedado atrás
solo como un recuerdo tenue y brumoso y el ambiente en cambio se torna
aromático, bullicioso, optimista. Tal vez estos insectos vuelan todo el año,
pero es al inicio de la primavera donde sus vuelos se incrementan. Todos ellos tienen
dos alas, la mayoría cortas, gruesas, firmes. Avanzan sobre el techo de mi casa
en línea recta, a veces uno detrás del otro muy ordenados y disciplinados, como
hormigas voladoras y laboriosas. Otros vuelan en grandes círculos y hay que
mirarlos como se alejan hacia la cordillera. Son blancuzcos, plomizos, azulinos.
Algunos tienen la nariz roja y una cola pequeña pero importante. De vez en
cuando se dejan ver unos enormes que hacen un ruido sorprendente y de tanto en
tanto una que otra libélula verde cruza mi jardín con su típico ruido que llama
la atención de todos y deleita a todos. Vuelan tan bajo estas larvas, que dejan
ver su panza sin pudor alguno. Vientres blancos, lisos, brillantes, ocupados.
Hacen un ruido potente que muchas veces impide una conversación o ver la
televisión, pero se extrañan cuando no están.
Por las noches se muestran
coloridos, con luces pestañeantes, rápidas, pequeñas, como luciérnagas
bulliciosas y roncas. Blancas, rojas, verdes y un ruido adormecido, casi
monótono. Aparecen cuando la temperatura en Santiago de Chile es alta y por las
noches estivales es posible ver las estrellas y dejar las ventanas abiertas, para
que entre el viento, sin embargo ellos no entran.
Cada vez que aparecen, mi
imaginación y mi memoria vuelan con ellos varias décadas atrás. Cuando mis
mayores preocupaciones eran la pelota de futbol bajo la cama o la bicicleta
estacionada junto el ropero alto y café, sin puertas, desordenado y con el
espejo quebrado. Tantas veces, observándolos por ratos infinitos me quise
montar en uno de ellos, y salir por la noche y observar Santiago desde el aire,
y ver las luces encendidas y ver mi casa y ver a mi mamá, y ver a mi abuela.
Esos insectos despertaban mi imaginación infantil y me producían cierta
añoranza, deseos de volar, de despegar, de salir de mí.
Crecí con el ruido de estos
insectos sobre mi cabeza. Crecí con el cuello hacia el cielo, y hacia el
poniente, buscándolos con unos prismáticos de juguete. Identificándolos, disparándoles
con pistolas de madera o escondiéndome de ellos, víctima de sus ataques
imaginarios. Los observaba largo tiempo como giraban y se preparaban para aterrizar.
Muchas veces los vi pasar muy cerca, encaramado en alguno de los árboles de mi
patio y me hacían gritar feliz y eufórico.
Me fui lejos a otras latitudes.
Otros jardines, otros barrios, otros soles, otras estrellas, otros atardeceres
y otras primaveras sin insectos coloridos y ronroneros. Tal vez no volví a
mirar al cielo en mucho tiempo, ni en mis noches se cruzó una luciérnaga ciega
y parpadeante. Pero el tiempo pasó rápido, sin pedir permiso, impasible e
implacable, sin perdonar. Volví a mi casa. Algunas cosas habían cambiado, no
estaba mi abuela, ni mi perro, ni mi bici, ni mi pelota. Mi papá se notaba más
triste y caminaba más lento y el cabello de mi madre había mudado de color, y
mi hermana pequeña ya no era pequeña, sin embargo ¡ahí estaban los mismos insectos
volando sobre mi cabeza! y recordándome un tiempo precioso que no volvería.
El tiempo ha seguido pasando,
otras muchas cosas han cambiado, pero la base aérea El Bosque sigue ahí en Gran
Avenida y mi barrio también.
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