lunes, 25 de marzo de 2013

Volver


Volver

                                                                         Juan E. Barrera   



Era tarde ya noche, era invierno y la micro amarilla 395 avanzaba destartalada y veloz por el callejón Lo Ovalle. Esa noche venía solo de la universidad, mi amigo compinche con el que viajábamos juntos cada noche no había asistido a clases. A esa hora la micro venía ya casi vacía y compartíamos con el chofer el deseo de llegar luego a casa. Me sentía morir, era día viernes y el cansancio de toda la semana lo traía acumulado en la cabeza y en los ojos. Miré unos minutos por la ventanilla alucinado como cada noche con las luces de la ciudad, cada luz una historia pensaba  La calle chorreaba charcos y los árboles piluchos pasaban raudos por el vidrio, fantasmagóricos y entre penumbras húmedas. Abracé mi mochila vieja, azul y gastada y me puse a dormir a pesar del movimiento brusco de la micro. Avanzábamos hacia el Este a toda velocidad. Como pude me acomodé, aseguré los libros, metí el cuello entre los hombros y me tapé con la chaqueta raída también. Incliné la cabeza y me puse a dormir. Soñaba que terminaba la carrera, que tanto esfuerzo daba su fruto, que era psicólogo, que tenía una consulta en Providencia, que llegaba a mi casa y estaba mi señora y los niños esperándome despiertos porque era viernes. Que nos tomábamos una sopa, que yo hacía un esfuerzo por estar en pie un rato más para ellos. Hasta la casa había 40 minutos y había que aprovechar de dormir un poco. En medio de mi sueño comencé a escuchar un hombre que cantaba, su voz era ronca y desgarrada. Seguí soñando y la voz siguió cantando…volver con la frente marchita, las nieves eternas platearon mi sien…entonces desperté. Como pude me incorporé y abrí los ojos. Me dolía la espalda apoyada en el siento duro, tenía las manos heladas y de pronto, levanto la vista y allí, frente a mí, a dos asientos de distancia, y afirmado al fierro del techo de la micro con una mano, tambaleándose, estaba parado un borracho, me miró pero no me vio. Sus ojos eran vidriosos y no reflejaban nada salvo melancolía. Yo sí me quedé viéndolo, era como una aparición. De elevada estatura, con un terno recto que alguna vez, debajo del cebo debió ser verde y con una camisa sin botones medio abierta, a pesar del frío y afirmada con aire, abría la boca y cantaba “…que febril la mirada, errante en la sombra te busca y te nombra…”Tenía la cara roja típica de los alcohólicos y un bigote mugroso que alguna vez pudo ser elegante. Cada cierto tiempo se echaba el negro pelo lizo hacia un lado con la mano que le quedaba libre y seguía cantando. La hediondez me golpeó la nariz y terminé de despertar. La micro hacía movimientos bruscos y el borracho se aferraba de vez en cuando con ambas manos a los fierros de los costados sin dejar de cantar. Yo, agarrado a mi mochila me puse a pensar en la escena, creo que era melancólica o nostálgica por demás. Un borracho casi a media noche, cantando un tango y recordando a un amor viejo, con una facha de arrabalero venido a menos y pidiendo una moneda. Pasada la impresión mefítica y sorpresiva me embargó la pena. Yo trabajador pobre haciendo un esfuerzo por estudiar en la noche, muerto de frío y con apetito pero con ganas, estaba mucho mejor que el borracho aquel, cantando sus penas de amor a quienes nada le interesaba y lo miraban con desprecio. Metí la mano al bolsillo para darle una moneda pero no tenía ninguna.

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