miércoles, 4 de septiembre de 2013

En una calle polvorienta de Capernaum




                                                               Juan E. Barrera
No podía creer lo que sus ojos estaban mirando. La pequeña mujer comenzó a llorar a gritos y a agitar los brazos de arriba abajo sin entender lo que había pasado. Su pañuelo de cabeza, rojo y arrugado estaba por el suelo y no le importaba mostrar su cabello ya cano. Salió corriendo hacia la calle, allí venía él, su hijo con su cama al hombro, ¡corriendo! Y detrás de él sus amigos que lo seguían sin poder darle alcance cayéndose y parándose, llorando locos de alegría y gritando sin parar. ¡fue Jeshua el profeta, fue Jeshua el profeta!
¡Mi hijo, mi niño! ¡mi Jacob! Repetía la mujer una y otra vez y se secaba las lágrimas con las palmas de las manos ya empapadas de lágrimas alegres e infinitas. Todos los vecinos salieron a la calle al oír los gritos y todos se quedaban pasmados con la escena. Algunos lloraban, otros reían, otros alababan a Adonai, levantando los brazos al cielo ¡Adonai nos ha visitado, se ha acordado de nosotros! Nadie quedó indiferente en ese pequeño y sucio puñado de casas. El joven Jacob, hijo único e indefenso de su madre, el paralítico del barrio estaba de pie, en medio de la pequeña calle polvorienta, rodeado de perros que ladraban en círculos y sin parar y él, con los brazos abiertos y elevados al cielo bendecía a Adonai.
Esa mañana de día martes, sus amigos de siempre habían venido temprano a buscarlo. La casa de barro se hacía pequeña para tanta algarabía de los jovenzuelos, sus amigos de infancia, los que siempre estaban con él, los que lo escuchaban, los que le leían, los que lo amaban. Con las sandalias llenas de polvo y sus túnicas totalmente arrugadas y sucias, como de costumbre, lo rodearon y entre todos atolondrándose le contaron de un nuevo profeta que vendría a la ciudad y que hacía milagros, por lo menos así decía la gente, así andaban contando todos. Él, solo movía los ojos en señal de respuesta y su cuerpo permanecía inmóvil. Tía Jael, no se preocupe, nosotros lo llevaremos y lo traeremos. Tengan cuidado con él respondió, ¿No va a pasar nada? Esperamos que algo ocurra dijo uno de los jóvenes de manera misteriosa, pero la señora de edad madura no entendió el comentario y tampoco se atrevió a preguntar. Se inclinó al lecho y besó a su hijo en la mejilla, -cuídate mucho-le dijo-sí mamá –respondió el joven con esa voz que solo los que le conocían de cerca podían entender.
Los vio alejarse de la casa con el bulto al hombro que era su hijo, llenos de risa y bromeando entre ellos.-estos chiquillos-se dijo para sí misma y se tragó una lágrima. El pequeño Jacob el próximo verano cumpliría veinte y un años. Veinte y un años de parálisis y sufrimiento. ¡Su padre ya había partido llorándolo y preocupado por él hasta el final! y ella pensaba que sería de él cuando ella ya no estuviera. Respiró hondo y se acercó al cajón de verduras. Sacó unas papas y con el cuchillo viejo y desgastado comenzó a preparar el almuerzo. Miró a la calle por la ventana pequeña y era un día soleado como muchos en Capernaum en esa época del año.
Ustedes, dijo el hombre de barba negra, de mediana estatura y los miró hacia el techo. Por el forado se veía el sol redondo de Capernaum y unas pequeñas nubes que miraban hacia abajo, como curiosas, lo que ocurría al interior de esa casa. La de la calle corta, la de color azul, la de la gente pobre, llena de polvo. Había transcurrido ya la mañana y el hombre no dejaba de hablar y ellos no se cansaban de escuchar, a pesar que estaban encaramados sobre el techo de la casa con el sol en la espalda.
Ante los insultos, reproches y burla de la gente que se fijó en ellos luego que el hombre de barba les hablara se pusieron muy nerviosos y uno de ellos casi cae del tejado. Habían intentado ser discretos, pero había tanta gente allí esperando desde la mañana que les fue imposible entrar y entonces a uno de ellos se le ocurrió la idea descabellada de subir al techo. Ahora estaban cerca del hombre. Todos los regañaban y les gritaban que bajaran, menos él, -ustedes-dijo otra vez, pero en su voz no había enojo ni recriminación. Cuando repitió la palabra los que estaban escondidos asomaron la cabeza un poco tímidos y avergonzados. Cuando vieron bien a aquel hombre moreno, afirmado con una mano sobre una mesa de madera y toda esa gente alrededor no les había llamado mayormente la atención, no obstante a medida que hablaba sus palabras se volvieron poderosas y quedaron como hipnotizados. Nunca habían visto ni oído a alguien igual. Cuando alzó la mirada y los observó algo pasó en ellos. Su mirada los traspasó, pero no de temor sino de bondad y torpemente se dirigieron a él-t-t-te-nemos aquí a un amigo, Maestro-. El hombre siguió mirándolos -que se asome-les dijo. Se miraron unos a otros nerviosamente-no podemos, Maestro, está postrado- respondieron. El hombre comenzó a mirarlos de manera diferente y sorprendido dijo, -bájenlo-. Los jóvenes atolondradamente comenzaron a moverse sobre el techo para molestia de algunos religiosos que se encontraban al interior de la casa.-bájenlo- volvió a repetir el hombre. Lentamente comenzó a descender una cama amarrada a cuatro cuerdas. Los curiosos al interior de la casa se agolparon para saber que haría el que decían que era profeta. El joven Jacob movía nerviosamente sus ojos, que era lo único que podía mover y no se atrevía a decir nada. Se le veía asustado. Sentía que el corazón le latía más a prisa y miraba a sus amigos hacia arriba quienes estaban muy agitados y prácticamente colgando del techo.
El profeta guardó silencio y toda la casa también calló expectante. Se acercó a la cama puesta en el suelo sin decir nada. Se movía lentamente. Miró al joven y comenzó a llorar. Entonces hizo un gesto inesperado, miró hacia el techo apuntó a los jóvenes y lentamente pronunció las palabras, - por la fe de tus amigos, hijo, tus pecados son perdonados, toma tu cama y ándate.
El joven Jacob sintió una corriente de calor y energía que le recorrió todo el cuerpo, sintió como sus huesos sonaban y se acomodaban en fracción de segundos y al instante se paró solo para arrojarse inmediatamente a los pies de Jeshúa,-te adoro Jeshúa Hijo de Dios, gracias, gracias repetía una y otra vez y lloraba sin parar. Acto seguido tomó su cama y lleno de emoción salió como pudo entre la gente hasta alcanzar la calle y correr hasta su casa y abrazar a su madre. Ese día fue Jacob quien colocó la mesa y lavó los platos de su madre y sus amigos.

sábado, 31 de agosto de 2013



Cuando muere el sol

El sol exhala sus últimos suspiros sobre el poniente cielo de Santiago y con su muerte aparece lo que no se habla a la luz, lo inconfesable, lo que se oculta, lo incómodo, lo inolvidable, las endechas, los velados lamentos y las historias cubiertas, bajo aún tibios techos cubiertos con piedras y ladrillos. Bajo tejas coloniales o sofisticados tejados tecnológicos. Lo exterior, la oscuridad, las sombras solo disimula y disfraza lo que adentro de las casas ocurre. Muere el sol y con sus últimas gotas de agonía, pequeñas luciérnagas comienzan a aparecer diseminadas por el antiguo valle. Candelas que pierden su color en la oscuridad y que solo brillan intentando defenderse de la sombra santiaguina que todo lo cubre y que todo lo esconde. Árboles fantasmales, siluetas furtivas, sirenas agudas, moribundas y terribles que ululan a lo lejos. Perros inimaginables que ladran, amantes furiosos e inconfesos, monstruos nocturnos que todo lo devoran y el silencio que lentamente desciende sobre algunos sectores de la ciudad y exacerba la algarabía en otros. Vagalumes blancas, amarillas, celestes, anaranjadas, fijas, pestañeantes, potentes, débiles, misteriosas, alegres, pobres, ricas. Luciérnagas con vientres repletos de humanos que ellas dan a luz cada vez que el sol muere, embarazadas de ritos, diálogos, dolores, risas, susurros, carencias, lujos, historias…
Casitas felices donde un hombre y una mujer llenos de pasión, agitados y desnudos, sin pudor hacen el amor entre risas y placer una y otra vez. En otra, un padre y una madre lloran los últimos minutos de su hijo en esta tierra, él toma la mano de ambos e intenta sonreír en una noche negra como sus almas, noche que quisieran no terminara jamás, porque al nacer el sol otra vez, el hijo ya no estará más con ellos y a cambio tendrán el vacío y el inalcanzable olvido.
Bajo otro techo la mujer abandonada y golpeada, humillada y escarnecida por alguien que juró ser su amor toda la vida, tendida sobre el suelo helado y chorreado de rojo solo llora y son esas lágrimas y un pequeño y triste perro café echado a su lado que gime y lame sus manos melancólicamente, la única compañía en esa larga noche, bajo esas estrellas indiferentes y burlonas que insisten en alumbrar como si nada pasara.
En la otra casa, es el joven, esperanza de la familia, el que entre lágrimas repite una y otra vez los algoritmos y las ecuaciones. Arruga papeles, escucha la radio, hojea libros de números y anatomía. Mañana puede cambiar su vida, y la de su familia y no está seguro de poder hacerlo y se restriega los ojos, y se toma un café, y repite otra vez en voz alta, y repite y repite…
Otra luciérnaga da a luz una mujer y su marido nervioso. Ella siente dolores, él se levanta de la cama, corre hacia el auto. La toma como puede, coge el bolso que está ya preparado. Hace una oración, le acaricia el abultado vientre, ahora sí que es verdad mi amor. La sube al auto, enciende la radio, corre veloz hacia el hospital, las estrellas alumbran indiferentes, no sonríen. El sol ha expirado hace horas.
En esta luciérnaga, no hay nadie, está todo oscuro, todo es silencio. Vamos, entremos, la casa está vacía. No son más de 15 minutos para llenar los bolsos. No ha quedado nada de valor. Se ríen nerviosos. Salen al jardín, nadie observa, es de noche. Abren el automóvil, cargan su mercancía. Ha sido una noche tranquila, respiran hondo y se van del lugar a toda prisa. Las estrellas continúan brillando, en silencio e impávidas.

Ha muerto el sol en el valle. Una muerte rápida, fugaz, de no más de unas horas. Resucitará pronto y sus rayos desarmarán las historias, por unas horas, por un día y luego…el sol morirá otra vez…

Dialogando con los muertos



                                                        Dialogando con los muertos

Hace poco tiempo atrás escuché en una charla, a un doctor en historia, quien definía esta disciplina como un intento de dialogar con los muertos. “Los muertos hablan”, dijo él en su exposición. Esta es una gran verdad si la aplicamos también a la historia bíblica. Todo nuestro presente, toda nuestra más sana tradición y todo nuestro glorioso futuro se basa en lo ocurrido en el pasado. En tierras lejanas, tierras amarillas y rojas, bajo soles incandescentes, bajo estrellas luminosas y lunas orientales que fueron los primeros testigos de los encuentros entre un Dios creador y su criaturas. Estos muertos dialogan con nosotros y nos hablan del interés de Dios por una humanidad abrumada y rebelde, herida y desarraigada. Nos revelan además la admiración y devoción de muchos frente a la revelación del Misterio, frente al descubrimiento de no estar solos, de descubrir que Él había estado todo el tiempo. Altares y ofrendas, lágrimas y alegrías son el testimonio de estos muertos que se hallaron con Dios en el pasado. Nos relatan también del gran encuentro del Dios-hombre caminando por la tierra seca de un mundo creado por Él. Un Dios en sandalias que camina entre hombres y mujeres hambrientos de sentido y eternidad. Estos muertos dialogan con nosotros y nos cuentan de su amor, de su bondad, de lo impresionante de ver y oír a un hombre lleno de autoridad y de gracia, radiante de santidad y gloria. Nos cuentan de sus acercamientos con los intocables, con los invisibles, con los menesterosos y de cómo estos encuentros cambiaron sus vidas: ciegos que volvieron a ver, mujeres “impuras” convertidas en ejemplo de castidad y devoción. Niños, jóvenes, hombres, mujeres, viejos, soldados, pescadores, despreciables cobradores de impuestos, orgullosos teólogos, todos dan testimonio del valor fundacional de sus encuentros con el Cristo maravilloso. Han pasado siglos de esos acontecimientos y sin embargo nos siguen hablando. Cada vez que abrimos las Escrituras escuchamos sus voces repitiendo lo que sus ojos vieron y sus oídos oyeron, pero además nos dicen otras cosas. Nos dicen que nosotros, hombres y mujeres de este siglo ¿el último en la historia humana? Debemos tomar como ejemplo todo su andar con el Dios eterno y prestar mucha atención a su manera de hacer las cosas. Nos piden que nos regocijemos con ellos por estas aproximaciones divino-humanas y nos instan a buscar nuestro propio camino y a tener nuestros propios encuentros. Nos dicen que el redondo sol y las brillantes estrellas, son los mismos. Que la necesidad de salvación y que la soledad y que el vacío son los mismos y que Dios también es el mismo, pero que no obstante no podemos vivir del pasado y es necesario tener nuestros propios encuentros con Él. Escuchemos a los muertos con atención.

martes, 20 de agosto de 2013

Lo sano y lo enfermo del pastor y su comunidad


Juan E. Barrera
Nos alegramos cuando en algún estudio citado en algún lugar se nos habla de lo beneficioso que es la participación en una comunidad evangélica para la vida de las personas. Los que abandonan las adicciones, los que encuentran refugio y las miles de personas que ven sus vidas transformadas en cada iglesia local. Los que hemos sido creyentes de niño y hemos participado desde siempre en una comunidad sabemos las ventajas y los beneficios que ello contrae y de cuanta ayuda resulta para sus integrantes el compañerismo que se vive, la calidez de muchas personas, el socorro mutuo, las amistades eternas y la perspectiva esperanzadora que la vida de iglesia ofrece. No obstante tampoco podemos guardar silencio sobre otro tipo de prácticas, también realizadas al interior de una iglesia local y que no son sanas y que en lugar de curar o sanar a sus miembros, los enferman. Alguien se puede sorprender con esta declaración, sobre todo si ha pasado gran parte de su vida en una iglesia, pero los hechos demuestran que así ocurre y cada vez con mayor frecuencia.
Una iglesia local sana se inicia con un pastor sano y una familia pastoral sana. Es el líder quien impone su sello a la comunidad y de allí entonces la necesidad imperiosa de un trabajo en equipo que provea de imparcialidad, objetividad y visión al trabajo que se realiza. Un pastor sano tendrá una iglesia sana. Un pastor enfermo tendrá una congregación enferma y eso principalmente debido a que el líder está en una posición de poder, influencia y tiene acceso a las conciencias de la personas. Esto puede ser una verdadera bendición para sus seguidores o una verdadera tragedia para ellos.
Algunos indicadores de sanidad en el pastor son la coherencia en el cómo vive su fe. No hay nadie que alcance la perfección moral y que no evidencie errores o equivocaciones. Los errores forman parte de manera especial de la vida de un pastor y se incrementan debido a que su intimidad está siempre en la opinión pública. Sus ingresos, la vida de sus hijos, lo que hace y lo que no hace, su vida de pareja, etc. Aún así un pastor sano muestra coherencia, reconoce sus faltas, pide perdón, intenta ser fiel en lo que cree. No se enseñorea de su grey sino que forma parte de ella como un integrante más que camina hacia la madurez. “Tiene olor a oveja”. La epístola de Timoteo sigue siendo una buena guía para una vida pastoral sana.
Otro indicador de sanidad es que el pastor realice su trabajo con verdadera vocación y respondiendo al llamado  del Señor y no realice el trabajo porque no tiene más que hacer, no ingresó a la universidad, o no encuentra un trabajo estable. Se espera además que no sea pastor por el interés monetario o cualquier otra motivación que no sea responder al llamado de Dios. Este llamado se notará en el entusiasmo con que aborda su labor pastoral y en la seriedad de su labor. En el buen uso del tiempo y de los recursos, que siempre son escasos. En la perseverancia, en la manera como controla las frustraciones, en su forma de pararse frente a la vida y frente a su trabajo. El que está en el pastorado porque no tenía otra cosa que hacer pronto se aburrirá de un estilo de vida que la mayoría de las veces está lleno de sinsabores, de sufrimiento y desilusiones. El pastor que trabaja por un llamado mantendrá siempre una actitud positiva, mantendrá la serenidad y la alegría, porque sabe desde un inicio a quien sirve y ese es su honor.
Un pastor sano es aquel que invierte horas y horas estudiando Las Escrituras. No el libro de moda y tal o cual tendencia, sino que la Palabra del Señor directamente. Este hábito traerá consecuencias. Por una parte sus oyentes notarán cuando la enseñanza que reciben es de primera fuente y no es la repetición de la doctrina favorita de algún autor y este frescor renovará la vida de quienes escuchan, creará sed por Dios y su Palabra. Por otra parte este contacto permanente con Dios producirá en el pastor la flexibilidad propia del que se deja modificar por Él, del que se reconoce débil ante el trabajo que tiene que hacer y depende de la gracia del Señor para realizarlo. Esto producirá la humildad y el carácter con el que cada hombre o mujer de Dios necesita respaldar su trabajo.
Otro indicador de sanidad en el pastor es la manera como vive su sexualidad. Es sorprendente la cantidad de problemas vinculados al sexo entre los pastores: relaciones clandestinas, aventuras sexuales pasajeras, pornografía, vida sexual conyugal dañada, involucramientos emocionales, etc. La vida sexual del pastor más temprano que tarde, si no es sana saldrá a luz y lo hace de muchas formas, la más obvia es lo que se conoce como Proyección, es decir, el pastor comienza a predicar, enseñar y a enfatizar todo su trabajo en torno al sexo. Proyecta, refleja todas sus luchas interiores. Otra forma de cómo la salud sexual del pastor aparece es a través de la estrictez o rigidez moral. Pastores que obligan a miembros de su congregación a confesar actos sexuales en frente de la congregación, adolescentes que son obligados a casarse sin el consentimiento de sus padres o quienes bajo el influjo pastoral acceden a ello sin pensar en las consecuencias que esto traerá para sus propios hijos. Pastores que habitualmente están preocupados con la ropa de las damas y que obligan a sus fieles a confesar si han intimado o no, etc. La vida sexual del pastor es algo en lo que él debe trabajar constantemente. La falta de privacidad familiar puede acabar en una falta de intimidad. El contacto permanente con personas del sexo opuesto sumado a la admiración que su rol produce en muchas mujeres puede fácilmente crear un alto nivel de erotización e involucramiento emocional. La sanidad en esta área viene con la aplicación de algunos cuidados básicos a su propia relación: resguarde su intimidad, dele tiempo a su esposa, mantenga los canales de comunicación abiertos con ella, salga de la ciudad y esté a solas con su esposa en otro lugar alejado de la iglesia, tome vacaciones, mantenga viva la pasión por su propia mujer.
Por su parte un síntoma de enfermedad en el pastor y que se repite a diario y con consecuencias cada vez mayores es el deseo de controlarlo todo. En las sectas esto siempre es un principio sobre el cual se elabora toda una doctrina. Un pastor o líder controlador es un líder enfermo. Recordemos a Diótrefes en la tercera epístola de Juan que controlaba toda la congregación. Bueno los tiempos cambian pero las dificultades perduran al interior de una iglesia y parecen ser las mismas. Un pastor controlador causa mucho daño porque ejerce una influencia negativa en las personas quitándoles su independencia, su autonomía, su capacidad de decidir y hasta de pensar. Se produce un adoctrinamiento acerca de la sumisión. Hay personas más susceptibles a este tipo de liderazgo que otras, pero pocas personas son inmunes porque este control no siempre es abierto o manifiesto. Muchas veces es soterrado y justificado “bíblicamente”. Este control se ejerce en varias dimensiones o áreas de la vida de la iglesia: en la doctrina, en las prácticas espirituales, en las actividades privadas y públicas, en la intimidad de las personas. Este tipo de pastor es el que dice sin tapujos “al que no le gusta como son las cosas se va”, “aquí mando yo” y constantemente está recordando que la autoridad en ese lugar es él y que esta le ha sido dada por Dios y que todos se le deben someter y no luchar ni contradecir al “siervo de Dios”. Es él quien decide cada cosa al interior de la iglesia, no hay nada que se haga sin que él de su aprobación. No hay delegación de trabajo ni autoridad. Muchísimas veces este control es ejercido también por la esposa del pastor que debe estar enterada de todo y que son los ojos y los oídos del pastor y hay ocasiones en que en la realidad ella manda más que el propio pastor. Estas congregaciones se caracterizan porque las cosas se hacen de una sola manera, a la manera del pastor. No hay un cuerpo de líderes ni hay trabajo en equipo, y si hay un equipo de líderes son las personas cercanas al pastor, que no tienen opinión propia y están puestas en el liderazgo solamente para respaldar lo que el pastor dice. En este tipo de iglesias y de liderazgos es muy fácil y habitual el abuso emocional de los hermanos de la iglesia, quienes muchas veces no se dan cuenta de la dinámica de la que forman parte. Lo más complicado del tema del control es que se legitima como una autoridad proveniente directamente de Dios, con lo cual es muy difícil de luchar sin ser estigmatizado como un rebelde, un réprobo o uno que está contra la obra de Dios y ser desacreditado ante la hermandad.
Otro de los síntomas de un pastor no sano es la rigidez. Este tipo de estructura mental que en la mayoría de los ambientes no se acepta, en algunos círculos evangélicos es visto como una virtud. Entre más inflexible y rígido sea el pastor o líder mejor es, puesto que vive “con convicciones”, se camina “por las sendas antiguas” y la rigidez se considera como sinónimo de espiritualidad. Son muchos los líderes que expresan duras opiniones acerca de todo y todos. “Mundanos”, “liberales”, “carnales”, “enemigos de Dios”, son algunos de los términos más usados por este tipo de líderes y muchos de estos epítetos son dirigidos a otros cristianos y son todavía más duros e inflexibles cuando se refieren a los no creyentes. “homosexuales”, “mundanos”, “hijos del diablo”, “drogadictos” son las palabras de juicio que llegan a ser algo común en su forma de hablar. Esta rigidez habitualmente se relaciona con los temas sexuales, políticos o con lo que se denomina el Humanismo. Les resulta muy difícil conjugar lo sano de su propia cultura con los preceptos bíblicos, por lo que conforman una subcultura evangélica. Viven en una constante guerra entre lo santo y lo secular y debido a su estructura mental super rígida se pierden muchas de las bendiciones que la vida diaria ofrece, no la disfrutan ellos ni dejan que sus feligreses lo hagan. Su juicio es cáustico hacia su propia familia, hacia la música, hacia la literatura, hacia las artes en general, hacia los no creyentes, hacia la clase política, hacia los que tienen una postura teológica distinta, hacia los jóvenes de su propia congregación, hacia quienes no hacen ni opinan como él, etc. El pastor rígido y estructurado no se mueve de sus puntos de vista restringidos o moldeados por una incorrecta hermenéutica y su propio trasfondo sociocultural.
Finalmente un pastor no sano es el que organiza y estructura toda su visión y trabajo pastoral en torno al legalismo. Legalismo se define como “Los esfuerzos inútiles del hombre para ganar su salvación, la espiritualidad, o la aprobación de Dios por medio de la conformidad estricta a un código de ética o comportamiento, como la Ley Mosaica”. Esta manera de ver la vida cristiana es nefasta, ya he hablado de esto en otro artículo (El origen del legalismo) solo valga decir aquí que a la base de esta conducta, se encuentra la ignorancia o conocimiento parcial de las Escrituras y el orgullo espiritual. El pastor legalista está convencido en su interior que las personas deben hacer o no hacer ciertas actividades para ser salvos o para crecer espiritualmente y desconoce totalmente la gracia de Dios que actúa en los corazones de las personas. La lista de actividades legalistas es muy larga. Lo más habitual es que si la persona no fuma, no bebe, no va a fiestas ni al cine es más espiritual que el que lo hace. Si la mujer se deja crecer el cabello, no usa maquillaje, se deja la falda larga, no usa aros y si el hombre usa corbata, abandona a sus amigos no creyentes o hace cualquier cosa legitimada por el líder es más espiritual. Para otros la práctica de los dones espirituales es fundamental o la postura escatológica, o la participación de la mujer en el culto, etc. Este tipo de pastor coloca todo el énfasis en lo exterior y descuida lo interior. Esto lleva fácilmente a las personas a tener vidas dobles. Una manera de vivir al interior de la iglesia, donde todos lo observan y otra manera de vivir fuera de la iglesia, donde nadie los observa. El legalismo no es compasivo, está lleno de juicio, no se basa en las Escrituras sino en la tradición reinante en ese contexto. El legalismo carece de alegría, es opaco, es taciturno y tampoco tiene libertad. El pastor legalista es un guardián de su gente, esta no se puede salir de la lista de los sí/no de lo que puede/no puede hacer. Un cristianismo verdadero se caracteriza por la gracia con que vive esa comunidad, con la misericordia y el perdón que se experimenta a diario, con la alegría de estar juntos y celebrar a Cristo que habita entre ellos y en ellos.
Para concluir digamos que no hay nadie que sea totalmente sano, que pueda pararse y colocarse como ejemplo de sanidad. Todos traemos dificultades que tarde o temprano pueden causarnos daño. J.A. Romero escribió hace ya unos años “Cansado del camino/sediento de ti/un desierto he cruzado/sin fuerzas he quedado/vengo a ti. Esa es la actitud apropiada. La vida cristiana y el servicio cristiano está repleto de vicisitudes. Recordemos al Peregrino de Bunyan, pero el pastor sano buscará una y otra vez a su Señor, el que lo llamó, capacitó y sostiene para el trabajo que debe ser realizado. Como el profeta escribiera 700 años antes de la venida del Mesías, repetimos “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados”



sábado, 17 de agosto de 2013

Soldados de Dios
                      Ps. Juan E. Barrera 

         
Dime Señor/ si es verdad que el dolor/solo puede curarlo tu amor/si es que esta noche tan larga se irá/ y despierte./ Dime Señor/como puedo cambiar/ y entregarme a la paz sin temor/y que brille la luz entre la oscuridad/y seré tu soldado mejor/solo somos soldados de Dios./ En las montañas más altas del sur/ en lo más hondo del mar/busco un camino de vuelta al lugar/dame la verdad.

Estos no son versos de una canción “cristiana”, son versos de una canción popular, son de Vicentico y fueron puestos en su mente y corazón, si es que él es el autor, ¿Por gracia común? como un regalo en medio de otras canciones de amor y desamor. Lo cierto es que hay una gran verdad en estos versos por lo que resulta difícil no impresionarse. Hay una manera distinta de mirar el sufrimiento. Coloca a Dios en primer lugar y no al herido. Este último es solo un soldado de Dios. Hay muchas situaciones que parecieran ser una larga noche, tristezas que duran un año o cinco o diez o toda una vida y que resulta casi imposible dejar atrás, que son como un largo sueño del que no se despierta y cuya sanidad solo está en el revelado amor de Dios al sufriente. Aquí no hay rebelión ni enojo con Dios, al contrario hay un reconocimiento al amor de Dios que todo lo cura y la petición de sanidad no es por motivos propios como la felicidad o la comodidad, sino que es una petición de sanidad para seguir luchando y hacerlo sin temor. Lucen estos versos también un reconocimiento a la soberanía de Dios, ¡somos soldados de Dios! El Gran Comandante tiene el control y esta guerra es su guerra, no la nuestra, solo somos soldados de Dios, así que existe la posibilidad de salir heridos, porque la batalla es así, pero el soldado no está quejándose a pesar de estar en lo más hondo del mar o en la cima de una gran montaña. La verdad de Dios es lo que lo llevará de vuelta al lugar, el soldado de Dios busca la sanidad para seguir peleando. Isaías en el cap. 35:10 nos recuerda “y los redimidos del Señor volverán, y vendrán a Sion con alegría; y gozo perpetuo será sobre sus cabezas; y tendrán gozo y alegría, y huirán la tristeza y el gemido”. Ya no habrá más batalla sino paz y descanso y el abrazo del Capitán diciendo, “bien, buen soldado y fiel”.

miércoles, 24 de julio de 2013

El viejo en la mecedora

El viejo en la mecedora

El viejo se balancea lenta y sosegadamente sobre su silla mecedora. Es una silla antigua, barnizada de color caoba y cruje suavemente con el vaivén del cuerpo. El viejo está cubierto con una frazada gruesa, tejida, de color blanco oscuro que le cubre hasta los hombros y escucha unos antiguos himnos evangélicos en el equipo de música, “Jesús es mi rey soberano”. Bajo la frazada lleva un chaleco sin mangas. Una camisa y una corbata que hacen juego con el tono del tejido. Conserva su dentadura perfecta. Tiene el cabello blanco y liso y se peina hacia un costado. Sus ojos son negros y sus cejas están levemente arqueadas. Tiene los ojos fatigados y puede leerse abandono en ellos. Mira un retrato de mujer colgado en la pared frente a él-buenas noches mi amor-dice y se acomoda sin quitar sus ojos de él.
Afuera hace frío y llueve sobre la ciudad. Esa noche las estrellas no brillan y el aguacero ahoga el ruido del tráfico. La lluvia cae inclemente sobre la calle y de cuando en cuando el foco de algún automóvil permite ver el rebote furioso de las gotas sobre el pavimento. Es una noche oscura y helada.
En la casa no hay nadie más. Allí no vive nadie más. La sala está iluminada tenuemente con la luz de una lámpara. Es una casa demasiado grande para él y está llena de libros, de fotos, de objetos, de música, de aromas y recuerdos.
En su seno tiene un álbum fotográfico con un paisaje en la portada. Está intacto. Pasa su mano derecha sobre la portada mientras con la otra lo afirma. Tiene sus manos bien cuidadas, las uñas pulcramente cortadas. Suspira profundamente y sus movimientos son lentos y su mirada perdida. Pestañea muy lentamente y le cuesta volver a abrir sus ojos ya cansados.
Afuera la lluvia continúa cayendo profusamente y la temperatura desciende congelando el aire y los pocos árboles que todavía mantienen sus hojas. Es una calle larga con árboles a cada costado que se dejan aplastar por la lluvia, serenos y resignados. La casa es de color rojo con un gran jardín. El agua cae por las paredes de la casa y el viento azota las plantas y árboles que riegan el piso con sus hojas amarillentas. No hay flores, solo agua.

Hace tanto tiempo ya que todos se han marchado. Abre una de las páginas del álbum y en ella se puede ver una fotografía ya gastada por los años, de una mujer joven, de pelo corto, de tez blanca y de ojos achinados que sonríen. De hermosos dientes y que lo mira de frente, le sonríe a él. Se siente apenado y su semblante es taciturno. Hecha la cabeza hacia atrás y mueve el cuello de lado a lado, lentamente. Vuelve a enderezarse y comienza a acariciar la fotografía. Pasa sus dedos lenta y suavemente acariciando el rostro. Siente que el pecho se le agita y que el corazón le late más a prisa. No resiste la tentación y pausadamente mete los dedos por debajo de la delgada película que protege la fotografía. Está pegada por los años y tiene miedo de romperla. La saca con cuidado y aún así la parte levemente en un costado. Se acomoda los anteojos y no puede retener las lágrimas que ya mojan los cristales y le impiden ver más de cerca la imagen. Seca los lentes como puede, con los dedos, sin sacárselos. Ya no se preocupa más de las lágrimas y deja que estas corran libres por sus mejillas bajando hasta el cuello de su camisa. Sus gafas quedan manchadas con sus lágrimas, pero puede ver la foto. Ladea el cuello de un lado a otro mientras la observa y la acaricia. Comienza a respirar agitadamente y siente que le falta el aire, pero sigue observando la fotografía. En el equipo de música siguen sonando los himnos, pero él ya no escucha. Afuera el aguacero se torna más feroz que nunca y un perro ladra solitario en medio de la noche. De manera inesperada la luna aparece sólo unos segundos y alumbra a un ruiseñor mojado, que canta y apenas se deja oír entre el ruido que hace la lluvia en el único árbol que queda en el jardín .La mano le tiembla y siente un dolor agudo en el pecho. No se resiste, no lucha. No siente temor alguno. Se curva hacia adelante por la intensidad del pinchazo y con esfuerzo logra enderezarse. Respira profundamente y descansa unos segundos. Luego levanta uno de sus brazos agitadamente y acerca la fotografía a sus labios viejos, secos y temblorosos. Vuelve a sentir el mismo dolor agudo en el pecho -La hora por fin ha llegado, mi amor- murmura apenas. Luego inclina la cabeza levemente a un costado y cierra los ojos.

domingo, 14 de julio de 2013

Me quedé con tus zapatos

Me quedé con tus zapatos
Juan E. Barrera

Entré a ese lugar pequeño cuando la tarde de esta primavera ya se acababa, con la sensación terrible de verte como nunca había querido hacerlo. Con esa sensación en el estómago que ya identifico como angustia. Intenté tragar saliva y tenía la boca seca. Sentí como me palpitaba el corazón y la respiración se me agitaba mientras que las manos me temblaban levemente. Respiré hondo y seguí caminando en silencio. Recordé la experiencia también terrible con mi hijo, tu nieto, tres años y medio atrás y un fuerte malestar me atacó el estómago nuevamente mientras venían a mi mente imágenes que no puedo olvidar. Le mostré el papel a un hombre que me recibió de manera amable en una oficina minúscula y traspasé ese pequeño umbral, con los ojos húmedos y expectantes, como queriendo ver y no ver al mismo tiempo. Allí estabas, tendido, pequeño, frío, inmóvil, indiferente, con los ojos cerrados para siempre. Solo. Lloré al verte desnudo e inmediatamente te tomé la mano, mano dura y esforzada Te acaricié el canoso cabello y seguí llorando en silencio. Solamente atinaba a murmurar y a repetir, mi viejo, mi viejo y a suspirar muy hondo, como buscando en mi interior la fuerza necesaria para ese momento. Pasé mis ojos por todo tu cuerpo desnudo y vi el negro tatuaje en uno de tus brazos, ese tatuaje del corazón atravesado por una flecha de amor, con las iniciales de una mujer que no eran las de mi madre. Nunca hablaste de ello, te negaste cuando te pregunté y te llevaste el secreto a la sepultura. Te llevaste muchas cosas a la tumba y tú como sabiéndolo, por primera vez en mucho tiempo sonreías. Sí, ya no tenías esas muecas de hastío, común en ti, ni de dolor. Estabas tendido en esa camilla fría, de hierro y sonreías. Me emocioné, te afeité, te peiné, te besé y tú sonreías.
Recordarte allí aún me causa profunda pena, ese día hice también otra cosa, algo inesperado. Comenzamos el proceso de vestirte. Tomé la bolsa con tu ropa y comenzamos. Primero los pantalones, anchos y sueltos sobre tus piernas cansadas por el tiempo, el trabajo y las penas. Luego la camisa, quizá una que yo te regalé, a cuadros. La abotonamos, te arreglamos, yo respiraba hondo y tú mientras tanto sonreías. Luego los calcetines y finalmente los zapatos, unos de color café, un poco viejos y gastados. Me agaché para tomarlos de la bolsa y los alcé en mis manos para colocártelos. Entonces tuve esa reacción inesperada, me arrepentí. Los tomé, los observé atentamente y los guardé, con mucha intención decidí dejármelos para mí y no porque los necesitara, tal vez sí los necesitaba pero por razones diferentes a las prácticas. -¿No le vas a colocar los zapatos?-me preguntaron las otras personas-No-respondí yo, un tanto avergonzado pero de manera firme. -Me voy a quedar con ellos-respondí. Guardaron silencio y no dijeron nada más. Entonces, te acaricié los pies con ambas manos y te colocamos en el cajón, con tristeza, con cuidado, delicadamente.
Han pasado ya casi dos meses desde que te fuiste y todavía me da vueltas el por qué quise quedarme con tus zapatos. Lo he compartido con algunas personas, pero no tengo respuesta. Ese acto precipitado, impensado baila en mi mente y en mi corazón, sí mi corazón, pues siento que ese acto se relaciona con las emociones, con los afectos más que con lo racional.
Tus zapatos representan tu andar, tu camino, tu vida, tu tránsito por esta tierra y probablemente querías enseñarme algo que yo no he aprendido o me he rehusado a aprender. Sé de muchas cosas, sin embargo hay algo que desconozco y que solo podía aprender colocándome tus zapatos y caminando con ellos. Hay caminos que tú anduviste, a sabiendas o no, elegidos por ti o no y que tal vez siempre quisiste enseñarme pero te faltaban las palabras y el valor y allí, en nuestro último encuentro en esta tierra, mientras, por fin te dejabas acariciar, tranquilo y sonriente me lo comunicaste.
Te abracé, te besé por última vez y salí con tus zapatos en mi manos.