viernes, 13 de mayo de 2016

Aflicciones presentes gloria venidera


Aflicciones presentes gloria venidera

Pr. Juan E. Barrera



El apóstol Pablo escribiendo a la iglesia en Roma dice textualmente “pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Romanos 8:18) Para el apóstol el sufrimiento experimentado por la iglesia no era algo ajeno a la vida y con estas palabras los anima a perseverar en la fe. Ellos tenían dos cosas: sufrimiento y gloria. Este dueto se conjugaba muy bien en los primeros cristianos. A mayor sufrimiento mayor la esperanza en la otra vida, a mayor la amargura producida por el sufrimiento mayor la dulzura del cielo.
Este sufrimiento está presente desde un inicio y deja huellas profundas en la persona y el trabajo del apóstol Pablo. Este sufrimiento mata al duro y feroz fariseo Pablo, al fanático religioso que no duda en matar por su doctrina y hace aflorar al Pablo humilde hijo de Dios, hermoso siervo de Cristo, conocedor de la gracia divina.
El sufrimiento mata en Pablo el orgullo y la arrogancia intelectual y espiritual y deja en cambio en evidencia toda su debilidad y toda su dependencia. La aflicción mata en Pablo toda seguridad y deja florecer la esperanza y lo lleva a la arrobadora experiencia de conocer al Cristo glorificado y a pesar del dolor el apóstol se rinde en servicio, amor y adoración.
Muchas veces en sus epístolas deja ver que sin sufrimiento no hay avance, que sin oposición y sin lucha no hay poder espiritual, porque este se desarrolla y está al servicio del hombre de Dios cuando este enfrenta oposición y sufre, paga el precio por ser un hijo de Dios y se regocija en ello.
En Pablo es posible ver también las expectativas de la gloria futura y estas se refleja también en su ministerio. Los escritos de Pablo huelen a la gloria venidera, la puede ver por fe, la puede sentir cerca, la tiene allí, frente a su cara, casi tocándola con la mano. Sus epístolas están llenas de cielo, de eternidad, de gloria y con esta esperanza alienta a los hermanos de Roma y a cada generación de cristianos que sufre. La gloria venidera es real. Hay un mundo paralelo, invisible pero muy real. Por eso trabajamos, por eso sufrimos, la verdadera morada del cristiano está allá en la gloria, este cuerpo es solo una tienda de campaña. Por eso tantas personas prefirieron morir a negar su fe, a renegar, a traicionar, tenían puestos los ojos en ese mundo invisible pero muy real.
Nuestra amada iglesia presente carece de ambas características, al menos una buena parte de ella. No hay ni sufrimiento ni esperanza gloriosa y esto también deja huellas. Hombres y mujeres procuran el éxito espiritual pero sin pagar el precio del sufrimiento. La iglesia busca el respaldo en las leyes, en la opinión pública, en los medios de comunicación, pero evita el dolor y sufrimiento de la oposición y la persecución.
Hombres y mujeres bien intencionados buscan hacer la obra de Dios y vivir la vida de Dios pero sin sufrimiento y gustamos de la imagen de un líder cristiano ejecutivo, con oratoria, que grite mucho, que sea motivador, que proyecte éxito y sin embargo olvidamos las palabras de Jesús “en el mundo tendréis aflicción”. Proyectan y predican un evangelio humano, cómodo, sin cruz olvidando una vez más las palabras de Jesús, “aquel que quiera venir en pos de mí, tome su cruz y sígame” y millones de personas creen un evangelio donde no hay aflicción, solo éxito y fiesta contínua.
La obra de Dios sin sufrimiento es distinta a cuando surge o se realiza en medio de la aflicción. La iglesia que avanza en medio de la aflicción es una iglesia que busca el poder, la gracia y el gozo que viene de la presencia misma de Dios. Es una iglesia que ora y que adora, porque ha visto a Dios consolando a su pueblo. Cada alma salvada es el resultado de un precio alto que más de alguien pagó, a costa de su tiempo, su salud, sus recursos y hasta su propia vida.
La iglesia actual tampoco tiene esperanza gloriosa. Vivimos como si todo lo que existiese fuera este mundo y tal vez por eso evitamos el sufrimiento. No hay esperanza gloriosa, somos esclavos de los valores de la modernidad, la razón, la salud, el escepticismo, el presente, lo relativo y nos cuesta tanto alzar nuestros ojos al más allá. Vivimos apegados al suelo, nuestras predicaciones giran en torno al hombre y sus necesidades, estamos preocupados de la estética, del medio ambiente, pero no escuchamos hablar de la gloria venidera, de cómo se ven las aflicciones o la muerte frente a esta perspectiva, donde el morir es ganancia y si se vive o se muere somos del Señor. Como los no creyentes negamos la enfermedad y la muerte, nos avergüenza sufrir, nos quita dignidad porque hemos perdido de vista esa gloria venidera prometida donde todo será hecho nuevo. Sin la esperanza de esa gloria seguimos siendo niños y juzgamos como niños.

Una iglesia que recibe oposición, que sufre, que paga un precio y que al mismo tiempo que lucha tiene puesto los ojos en el futuro, en la gloria, en es capaz de dividir el tiempo entre un “ahora doloroso” y un “pronto glorioso” no se apega al suelo ni al cielo. Tiene un ojo aquí y otro allá. Sufre y en medio de la endecha escucha los acordes angélicos de la gloria que le espera. Una obra divina que se hace en medio de la aflicción no es superficial, el dolor quema lo superficial. En una obra así hay belleza, hay pureza, hay santidad. El fuego purifica el oro, y su brillo crea admiración, sorpresa, alegría. El dolor crea sinceridad, autoridad, crea el carácter de Cristo, crea futuro, crea eternidad.

jueves, 12 de mayo de 2016

Las pichangas de mi barrio

 Las pichangas de mi barrio

Juan E. Barrera

Si había algo gratificante, entre muchas otras cosas, en mi infancia, eso eran las pichangas al caer la tarde, después de la escuela. Como en un ritual mágico uno a uno de mis amigos peloteros igual que yo, llegaban a mi casa y con las mismas ganas mías, ¡jugar una pichanga! yo sacaba mi pelota de cascos, la que cada navidad por años me regaló mi tío Maco y se armaba el partido. Todavía puedo sentir el aroma de los cascos de cuero nuevos, recién pintados, negro con blanco, amarillo y café. La pelota nunca duraba hasta la próxima navidad, el canal que había en nuestra cuadra se llevaba rápidamente los balones y entonces  a la próxima navidad volvía a recibir una nueva pelota de futbol, así fue por años. No era difícil armar la pichanga, bastaban unas piedras por cada lado como arco, la calle sin pavimentar como cancha, la luz del poste eléctrico como iluminarias y la imaginación febril  y delirante de un puñado de chiquillos para convertir el frontis de mi casa en un verdadero estadio y cada pichanga en una final mundial. Ninguno tenía zapatillas buenas, de marca, ni caras, ni tampoco camisetas de los clubes o zapatos de futbol, eso lo veíamos solamente en las revistas, pero teníamos inocencia y energía, ¡energía inagotable! Bastaba la misma ropa de vestir y las zapatillas rotas de siempre para dar rienda suelta al talento futbolístico infantil, talento que solo era de calle, porque en la cancha del club no se notaba para nada. No había ninguno malo, todos éramos buenos. Buenos arqueros, buenos delanteros, buenos defensas. Allí al caer el sol con los árboles como árbitros o guardia líneas impávidos e insobornables y los gorriones como público que huía tras cada pelotazo, transpirábamos ganas y fantasía. Éramos grandes deportistas admirados y queridos por todos. Éramos Cassely, Chúmpitas, Teófilo Cubillos, el pollo Véliz, el chamaco Valdés, Carlos Reinoso, Elías Figueroa y tantos otros a quienes conocíamos a través de la poca televisión que veíamos o de las láminas de los álbumes, los “monitos”.
Cada gol era celebrado a todo pulmón, con los brazos en alto y corriendo frente a un público enardecido que solo gritaba y saltaba en nuestra imaginación. Todo valía, de pierna derecha, de pierna izquierda, de cabeza, de taco, desde el suelo, de palomita,…muchas veces la tierra no dejaba ver la pelota, pero era solo un detalle la fiesta duraba hasta entrada la noche.
La pichanga ha continuado, pero ahora en otros escenarios. El juego de la vida nos ha llevado por caminos diversos. Todavía me veo con algunos de esos talentosos jugadores, ya son hombres, han formado familia, tienen hijos, tienen recuerdos. Algunos me saludan, otros hacen el esfuerzo, muchos ya no están. A algunos la vida los ha lesionado para siempre y ha dejado marcas difíciles de superar. Otros se fueron del barrio para nunca volver. Los árboles ya no están, el canal ya no está, lo gorriones que avivaban nuestros partidos han volado lejos a otros cielos, mi tío Maco ya no está y el niño que fui tampoco está.

La pichanga que continúa ahora es la pichanga de la vida, donde no todos los partidos se ganan y donde las preocupaciones son más que hacer un gol y correr por la calle como un loco, un loco lindo. La pelota de cascos, blanquinegra tampoco está, se ha ido para no volver más, solo quedan mis recuerdos de la patota gritando a viva voz ¡gooooooooool!