viernes, 29 de abril de 2016

Los ladrones de galletas

Los ladrones de galletas
Juan E. Barrera

¡Ahora que no hay nadie! Aún tengo grabadas esas palabras en la memoria, y entramos a la sala de clases, la de la escuela 33, la de la plaza. Estaba vacía, en silencio, en el pizarrón todavía quedaban algunas palabras escritas por el profesor Mario. Las sillas y bancos de madera, desnudos de su ropaje infantil, bolsos, cotonas, frutas y papeles alzaron la cabeza cuando nos vieron entrar en actitud sospechosa, debíamos ser unos cuatro o cinco, pero guardaron silencio y ese silencio fue el cómplice perfecto para la fechoría que íbamos a realizar. Uno de los más “expertos” ya lo tenía planificado hacía días y el resto aceptamos la idea sin titubear.
-pero la puerta del estante está cerrada-dijo uno de los pequeños cacos, de cuarto o quinto año básico. –yo sé cómo abrirla-dijo el “experto” y ya preparado, sacó de su bolsillo un clavo de 2 o`3 pulgadas y con un objeto que no recuerdo cual, en un dos por tres sacó los “fierritos” de las bisagras de la puerta del estante café y abrió la puerta sin romper la aldaba. El estante no dijo nada ni dio muestras de dolor alguno, frente a tal dislocación. Miramos con cara de sorpresa y celebramos la ocurrencia del “experto”. Ahí estaba el viejo estante con una de sus puertas colgando como si hubiéramos amputado una de sus extremidades, sin embargo no decía nada a pesar de la profanación de que estaba siendo víctima y eso nos alentó más todavía.
Allí, frente a nuestros ojos de niños ávidos de aventuras ¡apareció el tesoro! No tuvimos que cruzar mares tempestuosos ni luchar con otros corsarios. No hubo planos confusos ni trampas mortales, o dobles fondos. No matamos a nadie sino que, sin mayor esfuerzo llegamos rápidamente a la preciada caja, al tesoro. Frente a nosotros estaba la caja de cartón con las palabras JUNAEB y dentro, en una bolsa de plástico transparente los preciados doblones de oro, con la misma inscripción Junaeb en cada uno de ellos. Doblones de cebada y harina ¡las galletas del curso! El estante dejaba ver entre sus vísceras otros productos, cartulinas de colores, cuadernos, libros, lápices de colores, tarjetas, pero eso no era de nuestro interés, solo buscábamos galletas.
Lentamente al principio, con avidez después uno a uno los pequeños ladrones fuimos metiendo nuestras manos pequeñas y saqueadoras en la caja y llenando los bolsillos de nuestros pantalones grises con las galletas hasta más no poder. ¡ Todavía recuerdo su forma y su aroma! Cual piratas reíamos a carcajadas por nuestro logro y nos hacíamos callar unos a otros.
La operación para poner la puerta del estante en su lugar no duró más de unos minutos y muy pronto este retomó su forma y su estado habitual, como negando la violación de la que acababa de ser víctima.
Esa tarde, en el patio, sentados en un rincón, escondidos y ansiosos comimos galletas hasta que no nos fue posible ingerir una más ¡Qué delicioso sabía el robo! En cada uno de nosotros, pequeños rateros había un aire de complicidad y extraño orgullo.
El estrés vino al día siguiente cuando el profesor abrió el estante para repartir las galletas al curso. Los que nos sentábamos cerca del estante agudizamos el oído y cabeza gacha hacíamos como que escribíamos. Canturreando una canción el profesor abrió el estante, y nuestros corazones latieron un poco más a prisa. El viejo estante podía delatarnos, pero no lo hizo, guardó silencio y se hizo cómplice. Por el rabillo del ojo vimos como el profesor tomaba la caja y al verla casi vacía exclamó –“chupalla, parece que mis hijos han atacado fuerte las galletas”-

Sus hijos, como nosotros eran unos pequeños ladrones de galletas.