domingo, 14 de julio de 2013

Me quedé con tus zapatos

Me quedé con tus zapatos
Juan E. Barrera

Entré a ese lugar pequeño cuando la tarde de esta primavera ya se acababa, con la sensación terrible de verte como nunca había querido hacerlo. Con esa sensación en el estómago que ya identifico como angustia. Intenté tragar saliva y tenía la boca seca. Sentí como me palpitaba el corazón y la respiración se me agitaba mientras que las manos me temblaban levemente. Respiré hondo y seguí caminando en silencio. Recordé la experiencia también terrible con mi hijo, tu nieto, tres años y medio atrás y un fuerte malestar me atacó el estómago nuevamente mientras venían a mi mente imágenes que no puedo olvidar. Le mostré el papel a un hombre que me recibió de manera amable en una oficina minúscula y traspasé ese pequeño umbral, con los ojos húmedos y expectantes, como queriendo ver y no ver al mismo tiempo. Allí estabas, tendido, pequeño, frío, inmóvil, indiferente, con los ojos cerrados para siempre. Solo. Lloré al verte desnudo e inmediatamente te tomé la mano, mano dura y esforzada Te acaricié el canoso cabello y seguí llorando en silencio. Solamente atinaba a murmurar y a repetir, mi viejo, mi viejo y a suspirar muy hondo, como buscando en mi interior la fuerza necesaria para ese momento. Pasé mis ojos por todo tu cuerpo desnudo y vi el negro tatuaje en uno de tus brazos, ese tatuaje del corazón atravesado por una flecha de amor, con las iniciales de una mujer que no eran las de mi madre. Nunca hablaste de ello, te negaste cuando te pregunté y te llevaste el secreto a la sepultura. Te llevaste muchas cosas a la tumba y tú como sabiéndolo, por primera vez en mucho tiempo sonreías. Sí, ya no tenías esas muecas de hastío, común en ti, ni de dolor. Estabas tendido en esa camilla fría, de hierro y sonreías. Me emocioné, te afeité, te peiné, te besé y tú sonreías.
Recordarte allí aún me causa profunda pena, ese día hice también otra cosa, algo inesperado. Comenzamos el proceso de vestirte. Tomé la bolsa con tu ropa y comenzamos. Primero los pantalones, anchos y sueltos sobre tus piernas cansadas por el tiempo, el trabajo y las penas. Luego la camisa, quizá una que yo te regalé, a cuadros. La abotonamos, te arreglamos, yo respiraba hondo y tú mientras tanto sonreías. Luego los calcetines y finalmente los zapatos, unos de color café, un poco viejos y gastados. Me agaché para tomarlos de la bolsa y los alcé en mis manos para colocártelos. Entonces tuve esa reacción inesperada, me arrepentí. Los tomé, los observé atentamente y los guardé, con mucha intención decidí dejármelos para mí y no porque los necesitara, tal vez sí los necesitaba pero por razones diferentes a las prácticas. -¿No le vas a colocar los zapatos?-me preguntaron las otras personas-No-respondí yo, un tanto avergonzado pero de manera firme. -Me voy a quedar con ellos-respondí. Guardaron silencio y no dijeron nada más. Entonces, te acaricié los pies con ambas manos y te colocamos en el cajón, con tristeza, con cuidado, delicadamente.
Han pasado ya casi dos meses desde que te fuiste y todavía me da vueltas el por qué quise quedarme con tus zapatos. Lo he compartido con algunas personas, pero no tengo respuesta. Ese acto precipitado, impensado baila en mi mente y en mi corazón, sí mi corazón, pues siento que ese acto se relaciona con las emociones, con los afectos más que con lo racional.
Tus zapatos representan tu andar, tu camino, tu vida, tu tránsito por esta tierra y probablemente querías enseñarme algo que yo no he aprendido o me he rehusado a aprender. Sé de muchas cosas, sin embargo hay algo que desconozco y que solo podía aprender colocándome tus zapatos y caminando con ellos. Hay caminos que tú anduviste, a sabiendas o no, elegidos por ti o no y que tal vez siempre quisiste enseñarme pero te faltaban las palabras y el valor y allí, en nuestro último encuentro en esta tierra, mientras, por fin te dejabas acariciar, tranquilo y sonriente me lo comunicaste.
Te abracé, te besé por última vez y salí con tus zapatos en mi manos.