Ps. Juan E. Barrera
De niño tenía una costumbre
detestable para los adultos, de manera especial para mi madre, ¡Comer ciruelas
verdes! A pesar de las advertencias sobre el tifus y las amenazas de
indigestión, casi a diario me encaramaba, por las mañanas, al ciruelo de
nuestro patio. Era tan entretenido quedarse allí, escondido, entre las verdes hojas
movidas por el viento suave e iluminadas por el sol de la mañana, acomodarme en
un pequeño tronco, de corteza lisa y hacerme de un puñado de sal en una hoja de
cuaderno y comer ciruelas verdes, ¡Qué sabrosas y que deliciosas! Repetí ese
ritual no sé cuantas veces, hasta que un día noté algo extraño. Las primeras
veces no le presté atención y seguí entusiasmado con mi dieta diaria de
ciruelas. Pero mi curiosidad no dio para más y una buena mañana me acerqué a
una de las ramas lejanas para descubrir qué era aquello adherido a ella. Con
cuidado estiré mi brazo y como pude, con mis dedos pulgar e índice lo palpé y
lo jalé. Opuso resistencia pero hice más fuerza y cedió. Coloqué aquello sobre
la palma de mi mano, entre curioso y temeroso. Nunca había visto algo igual. Lo
palpé varias veces y al notar su suavidad lo acaricié repetidamente y lo giré
para verlo completo. Estaba descolocado, mi mente de niño no podía descifrar qué
era aquello que tenía en mi mano. Dejé las ciruelas de lado por un rato y puse
toda mi atención en aquello. Mi curiosidad no se detuvo allí. Con mucho
cuidado, y con ambas manos rompí aquello suave y de color café. Con los dedos
hice fuerza y tiré hacia atrás hasta que aquella suavidad cedió y se rompió. Lo
que había adentro fue indescifrable para mí. Algo envuelto en una especie de
algodón blanco, inmóvil, como una pequeña ramita. No fui capaz de descubrir que
era eso. Entonces, en un impulso bajé del árbol y con mi tesoro desconocido en
la mano corrí hasta donde estaba mi madre y con cara de interrogación le conté
lo que había encontrado en el ciruelo. Ella tomó aquello en su mano y con cara
de pena me explicó-esto se llama capullo, es un gusanito que se cuelga de la
colita y comienza a envolverse en una seda que él mismo produce-Yo escuchaba
aquellas palabras absorto.-después de unos días-continuó mi mamá-este capullo
se convertirá en una mariposa, rompe este saquito y sale volando-. Todavía
recuerdo la impresión que me causaron esas palabras.-de ese modo nacen las
mariposas, hijo-dijo mi madre. Me pareció tan increíble el relato, como lo que
ella dijo después.-Esta ya no volará porque tú sin saber la mataste cuando
abriste a la fuerza el capullo. Esas palabras se me clavaron en mi pecho de
niño.-cuando encuentre otra vez un capullo, no le haga nada, déjelo
tranquilito-dijo mi madre en un tono dulce y yo asentí con la cabeza sin
pronunciar palabras.
Luego de darme unas vueltas por
el patio, para disimular y distraer a mi madre un rato, subí al ciruelo otra
vez y seguí comiendo ciruelas verdes.