lunes, 4 de febrero de 2013

La oruga



                                                                                           Ps. Juan E. Barrera
De niño tenía una costumbre detestable para los adultos, de manera especial para mi madre, ¡Comer ciruelas verdes! A pesar de las advertencias sobre el tifus y las amenazas de indigestión, casi a diario me encaramaba, por las mañanas, al ciruelo de nuestro patio. Era tan entretenido quedarse allí, escondido, entre las verdes hojas movidas por el viento suave e iluminadas por el sol de la mañana, acomodarme en un pequeño tronco, de corteza lisa y hacerme de un puñado de sal en una hoja de cuaderno y comer ciruelas verdes, ¡Qué sabrosas y que deliciosas! Repetí ese ritual no sé cuantas veces, hasta que un día noté algo extraño. Las primeras veces no le presté atención y seguí entusiasmado con mi dieta diaria de ciruelas. Pero mi curiosidad no dio para más y una buena mañana me acerqué a una de las ramas lejanas para descubrir qué era aquello adherido a ella. Con cuidado estiré mi brazo y como pude, con mis dedos pulgar e índice lo palpé y lo jalé. Opuso resistencia pero hice más fuerza y cedió. Coloqué aquello sobre la palma de mi mano, entre curioso y temeroso. Nunca había visto algo igual. Lo palpé varias veces y al notar su suavidad lo acaricié repetidamente y lo giré para verlo completo. Estaba descolocado, mi mente de niño no podía descifrar qué era aquello que tenía en mi mano. Dejé las ciruelas de lado por un rato y puse toda mi atención en aquello. Mi curiosidad no se detuvo allí. Con mucho cuidado, y con ambas manos rompí aquello suave y de color café. Con los dedos hice fuerza y tiré hacia atrás hasta que aquella suavidad cedió y se rompió. Lo que había adentro fue indescifrable para mí. Algo envuelto en una especie de algodón blanco, inmóvil, como una pequeña ramita. No fui capaz de descubrir que era eso. Entonces, en un impulso bajé del árbol y con mi tesoro desconocido en la mano corrí hasta donde estaba mi madre y con cara de interrogación le conté lo que había encontrado en el ciruelo. Ella tomó aquello en su mano y con cara de pena me explicó-esto se llama capullo, es un gusanito que se cuelga de la colita y comienza a envolverse en una seda que él mismo produce-Yo escuchaba aquellas palabras absorto.-después de unos días-continuó mi mamá-este capullo se convertirá en una mariposa, rompe este saquito y sale volando-. Todavía recuerdo la impresión que me causaron esas palabras.-de ese modo nacen las mariposas, hijo-dijo mi madre. Me pareció tan increíble el relato, como lo que ella dijo después.-Esta ya no volará porque tú sin saber la mataste cuando abriste a la fuerza el capullo. Esas palabras se me clavaron en mi pecho de niño.-cuando encuentre otra vez un capullo, no le haga nada, déjelo tranquilito-dijo mi madre en un tono dulce y yo asentí con la cabeza sin pronunciar palabras.
Luego de darme unas vueltas por el patio, para disimular y distraer a mi madre un rato, subí al ciruelo otra vez y seguí comiendo ciruelas verdes.