lunes, 5 de noviembre de 2012


Se ha ido mi viejo. O el mundo en un dormitorio
Ps. Juan E. Barrera
Este fin de semana recién pasado se fue mi viejo, se llamaba Enrique, así a secas, un solo nombre, Enrique Barrera Sanhueza. Era un hombre pequeño de estatura pero de un gran aguante en el trabajo. Hizo muchas cosas en su vida. Fue repartidor de diarios, aprendiz de mecánico, chofer de micro, maestro, chofer repartidor de madera y todas estas actividades las realizó con mucho esfuerzo. Por sobre todo fue un hombre bueno, bebedor solitario, mezquino de amigos, quien no faltó un día al trabajo. Tomó el camino sin regreso el 27 de Octubre y lo hizo de forma inesperada. Su cuerpo debilitado no aguantó más ¡Qué sensación! Pena, resignación, dolor, vacío, nostalgia y muchas emociones más. A los 73 años murió mi papá y quedé huérfano. Me va a ser falta verlo sentado en el patio leyendo La Cuarta, con su sombrero café y el bastón sobre la mesa. Ya no reclamará más, ya no sufrirá más y no peleará más con la mamá. Hoy debe estar manejando su camión allá en el cielo, junto con sus nietos y algunos amigos. Debe andar repartiendo madera de morada en morada, con el volante frotándole la panza y tarareando algún viejo tango, con sus gafas negras chuecas y sus patillas a lo Elvis. La vida le tocó dura y no tuvo el tiempo suficiente para reflexionar y llorar. Él era alguien al que solo había que amar. Somos nosotros, su familia quienes lo lloramos y lo extrañamos. Partió el tata y se fue sonriendo, por primera vez en mucho tiempo. ¿Qué habrá visto al abrir los ojos en la eternidad que le hizo sonreír? ¡A Jesús el Hijo de Dios! ¡A sus nietos que le recibieron! Ya sin dolor, ni lágrimas, porque todo ha quedado a tras para él. La eternidad se le vino encima y se vistió de ella al terminar esa mañana de sábado. 
Una vez en casa, terminado todo el ajetreo de las exequias y de los abrazos y buenos deseos de los amigos, entré a su dormitorio y entrar allí fue descubrir otro mundo, su mundo. Me emocioné y sus imágenes vinieron automáticamente a mi mente. Su porte, su aroma, su bigote, el tono de su voz, su manera de toser, su postura. Allí estaba sobre el velador su vieja radio cassetera, uno de sus tesoros. El closet lleno de cachureos, el televisor, compañero en su soledad y algunas fotos, suyas, de nosotros, de mis hijos. Una Biblia deshojada abierta en el Salmo 121 y ropa tirada por todas partes. El mundo de mi viejo cabía en un dormitorio al que nadie podía entrar mucho tiempo. Se encerraba allí y nadie lo sacaba de manera alguna. Con la partida del papá se cierra para mí un ciclo importante. Ya nunca más seré el mismo, aunque hace ya algunos años que no lo soy. Con la partida de mi viejo se acabó el tiempo de la familia primera, la de los primeros recuerdos, la de la infancia, de la adolescencia, la de los conflictos y las alegrías, la de los almuerzos juntos, de las navidades y de unos pocos veraneos en Cartagena. Me vendrá a ver como él creía que hacían sus nietos ¿en una mariposa? ¿En una estrella fugaz? ¿En una brisa suave de atardecer veraniego y santiaguino? Tal vez sí, tal vez no, porque los que amamos y que se van, en realidad no se van, están aquí con nosotros, en nuestra mente y en nuestro corazón, en nuestras pupilas, en nuestras gargantas y salen y se dejan ver continuamente. Recordamos las palabras del escritor bíblico quien nos recuerda, por si lo olvidamos que “…¿Qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece”, eso somos, una neblina tenue que se deshace al sol, el Sol de Justicia, que nos espera. Hasta el re encuentro mi viejo, con un abrazo, ese que nunca quisiste darme aquí en la tierra.