sábado, 8 de marzo de 2008

La santidad de Dios

LA SANTIDAD DE DIOS
Juan E. Barrera


H
Ace mucho tiempo atrás, uno de los requisitos del instituto bíblico en el que estudié era la lectura obligada de la Biblia en forma completa en el período del año académico. Era una carga no fácil de llevar, pero lo cumplí. Leí mi Biblia completa cuatro veces, luego encontré que era una práctica muy sana y lo continué haciendo, así que la leí por lo menos dos tres veces más. Desde Génesis hasta el último capítulo de Apocalipsis, desde enero hasta diciembre. Luego los largos períodos de universidad me alejaron de esta práctica tan sana. En ese tiempo no volví a leerla completa, nunca dejé de leerla, pero no lo hice de forma ordenada y sentí esa falta todos esos años. Hoy he vuelto nuevamente, lo estoy intentando. Comencé en Génesis y espero terminar en diciembre con Apocalipsis. Estoy leyendo como si fuera la primera vez que lo hiciera, para ello escogí una antigua versión editada por Scofield, mi antigua y querida Biblia. Lo hago por razones puramente sentimentales, pues tengo también otras versiones, pero en este ejemplar, de manera especial, hay mucho de mi vida y de mi caminar con Dios en sus páginas. Notas, bosquejos, colores, estudios, marcas y hasta algunas lágrimas que han corrido algunos de los versículos que me son muy amados, tengo fechas de encuentros con el Señor, sus reprensiones, mis dudas, etc.
Esta vez la lectura de la Biblia ha despertado en mí un especial interés en la santidad de Dios. La santidad es uno de los atributos divinos, una de las dimensiones de Dios y no una de sus características, pues esto último, una característica es una cualidad, y la santidad de Dios no es una cualidad, sino que representa el todo de Dios, es decir que la santidad no es un adjetivo de Dios, sino todo Dios. El es todo Santo, todo Misericordia, todo Fidelidad, etc. He vuelto a leer sobre la santidad de Dios con asombro, con una sana curiosidad, con respeto, con reverencia, y claro no he podido evitar, a medida que he ido leyendo, el hacer observaciones y comparaciones y la santidad del Señor se me aparece como lo opuesto a nuestro mundo reinante. Su santidad se contrasta con:
Primero, mi propia pecaminosidad, que distinta es mi vida y que por debajo está de la norma moral y santa que Dios exige a su pueblo. En el AT el ciudadano común no jugaba con Dios, ni se entretenía en un discurso filosófico de Dios. Su santidad operaba allí mismo, en el día a día. Romper uno de los mandatos de la ley era exponerse a la ira de Dios, a excluirse de su presencia, a la muerte. ¿Quién podría haber seguido vivo sin depender de la sangre de todos esos animales? Hoy la santidad del Señor se nos aparece como lejana, como algo mágico, casi mitológico. A manera individual la santidad ha dejado de ser el modelo de vida para los hombres y al leer las biografías de los santos de Dios en el pasado, toda esa preocupación y ardor por Dios hasta nos parece extraño, excéntrico, como de otro mundo. Los modelos que nos rigen hoy, por ejemplo son el trabajo, el éxito, el dinero, el prestigio, la moda, la felicidad, etc. Es a estas cosas que nos dedicamos, por las cuales nos sacrificamos, sufrimos, trasnochamos y gastamos nuestro tiempo y dinero, pero no la santidad ¿Quién pasa horas y horas dedicados a la oración y al estudio de la Biblia? ¿Quién ayuna y persevera hasta recibir de Dios lo que busca? ¿Quién sufre por Dios y su presencia? ¿Quién busca la santidad del Señor como estilo de vida? Estamos llenos, satisfechos de otras cosas, pero no de la santidad de Dios.
Segundo, la santidad de Dios se muestra en lo exigente del sacerdocio levítico. Cuando uno lee superficialmente, o sin tener en cuenta el todo de la revelación se aburre de leer tantos detalles, sobre las ofrendas, el tabernáculo, los animales, las vestimentas del sumo sacerdote, las relaciones filiares, el sexo, el culto, etc, pero cuando descubrimos que en ese antiguo sistema vemos a Dios, al Nombre, al Gran Otro, que es distinto totalmente de nosotros revelarse al hombre, mostrarse a él y habitar entre él, descubrimos que no podía ser de otra manera. El sacerdocio tenía que cumplir con tales exigencias, no había otra forma de cómo lo santo y sublime lo terrible y lo excelso se podía transmitir al hombre caído, pecaminoso. Si el sacerdocio cumplía con las exigencias puestas por Dios y su santidad era cuidada, reverenciada, Dios habitaría entre su pueblo. Me emociona leer que Dios mismo habitaba en su pueblo, que su presencia era algo que los israelitas podían reconocer. Salían a la puerta de la tienda y podían ver la nube allí entre ellos, por las noches además de las estrellas y la luna podían observar la nube de fuego y saber que Dios estaba allí con ellos.
Esta santidad en el sistema levítico, esta minuciosidad en el servicio y ministración a Dios contrasta también con el pastorado y el servicio a Dios en general, estamos muy por debajo de la norma exigida en el AT. ¡Pero estamos en la gracia! Podría argumentar alguien. Es verdad, no estamos sujetos a las prácticas que eran para el pueblo judío, pero estamos sujetos a los mismos principios que sustentaban esas prácticas. Pablo nos recuerda que esas cosas eran un símbolo, una sombra de lo que había de venir y que en Cristo tendrían todo su cumplimiento. Es decir que el servicio a este precioso Dios Santo debería ser mayor, más exigente y más glorioso ahora que en Cristo se han cumplido todas las cosas. El es nuestro cordero pascual, nuestra expiación, nuestra ofrenda, nuestro Sumo Sacerdote, el verdadero pan, su sangre derramada una vez para siempre nos da el eterno acceso al lugar santísimo. Sin embargo esa santidad que me tiene asombrado e inquieto no se ve en el servicio hoy. Nuestro servicio está más basado en otras prácticas que en la búsqueda y el regocijo de la santidad de Dios. Nuestro servicio se basa más en la tradición que en la experiencia de búsqueda. Tradición en todos los ámbitos, conservadores y pentecostales. Para algunos la tradición forma casi parte de su doctrina y su forma de ser cristianos. Le quitamos todo lo que pertenece a sus tradiciones y no sabemos cuanto de cristiano quedaría. La santidad de Dios se extraña en los cultos, donde uno puede entrar y salir sin experimentar el más mínimo acto de Dios, uno puede entrar a un culto y es probable ¡que nadie te salude! Los más renovados podrían acercarse a esta búsqueda de la presencia santa de Dios con su énfasis en la adoración y la alabanza, pero no nos confundamos, distorsión (el efecto de la guitarra) no es lo mismo que unción, así que si Dios no está allí no hay instrumento musical que lo pueda reemplazar. Puede haber mucha emoción que no es lo mismo que unción.
Esta santidad de Dios se contrasta con el nivel de la predicación, con la calidad de los púlpitos, cuya principal función es justamente traer al pueblo la palabra que viene directamente de Dios. Nosotros nos dedicaremos a la “oración y a la palabra”.Estas fueron las prioridades de los apóstoles, y su ministerio testificó que así lo hicieron. Hoy escuchamos tantas, pero tantas cosas distintas y extravagantes que bien vale preguntarnos por la santidad del Señor en nuestras iglesias. Pastores que recitan las posturas teológicas favoritas sin que ni siquiera se les mueva la corbata o se despeinen. Lo repiten ya sin emoción y sin que eso les afecte. Otros que ayudan y enseñan a la congregación a ser ricos, que se aparecen en el púlpito con un traje negro y caro y un anillo de oro en la mano, hablando con acento centro americano y tratando de convencer a todos que Dios quiere que seamos ricos. Pastores que hacen llover oro, (podrían hacer llover trabajo, dignidad, perdón, pasión, santidad).Pastores que exaltan las emociones hasta llevarlas al punto de la ebullición y que uno fácilmente puede adivinar en que va a terminar el culto, unos llorando, otros de espalda, otros saltando, etc. Al menos en estas iglesias existe algo que en muchas otras ya se perdió, la expectativa de que algo va a pasar, que Dios va a hacer algo. También están los pastores que repiten las noticias de la semana, que están al tanto de cada programa de televisión, que suben al púlpito a contar chistes, a contar sus historias favoritas y repetidas y los que abandonan la Biblia por teorías de iglecrecimiento pensando que por su lectura y aplicación pero sin el poder del Señor y sin trabajo arduo la iglesia va a crecer. ¡Oh que el Señor nos de hombres que le busquen y nos muestren a este Dios Santo! Tengo sed de Dios, tengo sed por un mensaje fresco, que no me diga todo lo que ya se, que no repita lo que sale en los libros, sino que me lleve a Dios, que me muestre a Dios, que me desafíe a buscarlo, que me lleve a sus pies. Quiero una predicación que no me de otra opción que arrepentirme y adorar a Dios por su amor y su gracia. Allí quiero estar, con mi Biblia, mis apuntes y mi corazón. Dios nos de hombres así, y que yo pueda ser también un hombre así.
Tercero, la santidad de Dios contrasta con el nivel espiritual de la iglesia en general, al menos en occidente. La santidad de Dios no solo se restringía al sacerdocio de Aarón y a una religión privada, sino que también incluía todo el quehacer de la sociedad de su época: las relaciones personales, interpersonales, familiares, de pareja, laborales, políticas, económicas, incluso las guerras. La presencia de Dios inundaba todo y lo perfumaba todo. Dios y su carácter era la norma para todo aquello. El cumplimiento del pueblo de estas normas de santidad traía como consecuencias, la prosperidad, la paz, el perdón, la larga vida, la Shalom de Dios.
A nivel general, en el mundo de hoy, somos conocidos, no siempre por las cosas buenas. Nuestra participación pública no siempre ha sido como quisiéramos: Un pastor, por ejemplo, es invitado a la televisión para hablar de temas éticos, pero en lugar de argumentar se “amurra” y pierde la oportunidad de hablar en nombre de Dios, otros van a orar en medio de una muchedumbre desnuda y frenética cuando viene Tunick. Son golpeados por carabineros y sometidos al escarnio público. Otro es conocido por una serie de peleas nada discretas con su hermana, etc. Por su parte, el gobierno hace poco reconoce en el congreso el aporte de algunos pastores en sus regiones, es decir también existen aquellos que trabajan y lo hacen bien, aunque habría que investigar cuanto de ello es política y cuanto de ello es reconocimiento verdadero y habría que investigar también si estos hombres cuentan con el respaldo y la admiración de su propia gente. Pero existen hombres que trabajan en el nombre de Dios, que buscan su gloria, aunque tengo la sospecha que estos son muy pocos y son anónimos. Son los profetas de Dios en el desierto y en las ciudades, que pelean solos y en el anonimato, pero que pronto serán descubiertos y premiados en el Bimá, el gran tribunal de Cristo. Entonces serán reconocidos por hombres y ángeles y el Cordero mismo colocará sobre sus cabezas la merecida corona por su trabajo entre los hombres de este mundo.
La santidad de Dios debe ser lo que motive nuestra vida cristiana, no la búsqueda del dinero, ni de fama, ni de dominar sobre las personas. La santidad del Señor, nos escudriña, nos humilla, nos quebranta, nos mata, pero al mismo tiempo nos renueva, nos sana, nos fortalece, nos da sentido. Oremos como Moisés:”Señor si he hallado gracia en tus ojos, permíteme conocerte y muéstrame el camino”.

martes, 4 de marzo de 2008

Conocer a Dios

CONOCIENDO A DIOS
Juan E. Barrera

“ y esta es la vida eterna; que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero y a Jesucristo, a quien has enviado” Juan 17: 3

C
onocer a Dios, que pretensión más grande que esta y que empresa desde ya imposible ¡Conocer a Dios! Como si esto fuera posible, si pensamos que Dios, es el todo Misterio, cuyo nombre es impronunciable, a quien nadie ha visto ni verá. Dios el Todopoderoso, creador y sustentador del universo, Dios el todo Misericordia, todo Justicia y todo Gracia. Dios el inescrutable, terrible y magnífico en santidad, ¡Santo, Santo, Santo! Adorado por los ángeles y rodeado de querubines, apartado de todo y de todos, con el cetro del tiempo y la muerte en su mano, Soberano absoluto, lleno de Gloria y Majestad. ¡Conocer a Dios! Sin embargo Jesús nos dice que en esto consiste la vida eterna, en conocerlo a El. La vida eterna no se inicia con la muerte, se inicia con el eterno proceso de conocerlo a El.
Hace años, en una playa del litoral central, de vacaciones con mi hermana, cuando sus hijos eran aún pequeños, el mayor, en ese entonces de cuatro años, le pidió en reiteradas ocasiones a su papá, mi cuñado, una mascarilla para ver bajo el agua. Luego de varias peticiones, un fin de semana mi cuñado llegó con la mascarilla. Mi sobrino se la colocó y corrió en dirección al mar, pero para nuestra sorpresa, no sumergió la cabeza en el mar, sino que se zambulló en una pequeña poza que había a la orilla, en la playa ¡Y allí se puso a “nadar”! Que decidor fue para mi, en esos años, y lo sigue siendo hasta ahora. Fue casi como un mensaje directo del Señor para mi, que no he olvidado desde entonces. Pensamos conocer a Dios, porque sabemos algo de la Biblia, o porque hemos tenido alguna experiencia especial o porque vivimos en una cultura evangélica, o porque hemos leído muchos libros acerca de Dios, o porque fuimos a un seminario, o porque vamos todos los domingos a la iglesia. Todo esto es necesario, pero podría ser solo la poza al lado del inmenso mar. Bien podemos estar sumergiendo la cabeza en algo de Dios, pero no en Dios. Conocer a Dios es el gran desafío y la gran tarea de cada cristiano. No debemos conformarnos con nada menos a eso. Todo, o casi todo lo que hacemos en las iglesias es bueno, pero no es suficiente. Necesitamos un impulso nuevo, que venga del mismo Dios que nos aflija y nos impulse a buscarlo. Conocer a Dios cambia nuestra vida. Jesús dijo que solo se puede adorar lo que conocemos, y que entonces la adoración es en Espíritu y en Verdad. Conocer a Dios nos obliga a compararnos y entonces su gracia, misericordia y perdón se transforma en algo dulce, en una experiencia existencial real y deja de ser una doctrina. Conocer a Dios elimina la rutina de la vida cristiana que se apodera de nosotros. Conocer a Dios hace que su palabra tenga un nuevo sentido para nosotros. Hace que cada párrafo, cada historia, cada relato tenga una coherencia que nunca antes vimos.
La promesa del Señor es que los que le buscan le encuentran, y ese Dios misterioso sale al encuentro de los que le buscan, ese Dios sale de su Trono y se revela en Jesús. Conocer a Dios es conocer a Jesús. ¡Dedicamos tanto tiempo a las epístolas y tan poco a los evangelios! Y es allí en Jesús de Nazaret donde Yavé se ha revelado. Conocerlo a El es conocer a Dios.
Quiera el Señor revelarse a nosotros y recibir de El aunque sea un reflejo de su gloria, gloria que nos transforme, nos purifique y nos haga más como él.